viernes, 31 de julio de 2009

Sala de espera

Siempre alardeaba de su capacidad de conocer plenamente a las personas y le entusiasmaba pasar sus horas de trabajo examinando a cada uno de sus pacientes. Pocas veces fallaba, decía que cada culo era el verdadero espejo del alma.
Había soportado durante toda su existencia todo tipo de traseros: grandes, pequeños, limpios, sucios, arrugados, viejos, jóvenes, suaves, aromáticos, caídos, respingones, flácidos, duros, parlantes, inquietos, juguetones, de fase en pubertad, morenos, blancos, rojos y amarillos, velludos, tímidos, graciosos, planos, exuberantes, chistosos, deprimidos, enojados, extrovertidos, tímidos y abiertos a cualquier tipo de amistad.
Se despertaba cada día ansiosa de comenzar su jornada de trabajo en la sala de espera. Ningún otro lugar le parecía más interesante que aquel. Le encantaba observar a las personas, su forma de actuar y esperar, siempre esperar… analizaba detenidamente los pequeños gestos como morderse los labios, comerse las uñas o hacerse crujir los dedos. Colocarse el pelo tras la oreja, mirar distraídos el techo, rascarse la nariz o buscar algo interesante dentro de ella.
Cada mínimo detalle le parecía tan extremadamente increíble que consideraba a las personas seres perfectos por sus defectos llenos de misterios. Pero sin duda, lo que más le agradaba eran sus traseros. Solo a través de ellos podía viajar a su interior y convertirse por momentos en esa persona. Tener sus gustos, sus necesidades, sentir sus miedos, sus ansiedades. Ver a través de sus ojos o hablar a través de su boca.
Se sentía incomprendida por el resto de sus compañeras quienes detestaban tener que soportar esos culos despreciables y mal agradecidos. La miraban como a un bicho extraño, una silla descarriada e incomprendida. Pero no le importaba. Mientras sus amargadas compañeras pasaban su tiempo malhumoradas, ella disfrutaba y saboreaba la vida con cada trasero. Llegó a ser cualquier cosa que se propuso y conoció cientos de placeres. Logró reír, odiar, llorar, enamorarse, emocionarse, asustarse y soñar.
Adoraba a las personas, sus vidas y sus formas de vivirlas, pero sobre todo, y por encima de todo,adoraba sus culos.

A.Benlloch

domingo, 26 de julio de 2009

La mili

Con el olor del whisky derramado me viene de pronto la vieja Cantina a la cabeza, y sin quererlo, me acuerdo de la mili. Alguna vez fui joven, o al menos eso creo. La mili entonces, a la sazón de “Servicio Militar” era una etapa más de la vida que todos los hombres, o pseudohombres, debíamos atravesar y superar con honores. Hasta que no pasabas por el ejército no tenías ningún derecho a pasar de categoría. Era una especie de post-comunión y pre-boda.
Recién dejé las canicas y los pantalones cortos, comencé a descubrir el mundo sensual de las curvas en movimiento y el placer de perseguir un mundo a trompicones que se me escapaba. Pero entonces llegó la Mili.
Recuerdo ahora las palabras de mi padre antes de partir a Marruecos donde me esperaba la instrucción que haría de mi en doce intensos meses, el semental varonil que todos esperaban “La mili o te hace hombre, o te hace un desgraciado”.
Con la experiencia de un padre al que le atraía más el olor del alcohol que el de su propia mujer, fui consciente de cuanta sabiduría albergaban sus palabras. En efecto regresé convertido en un hombre bastante desgraciado.
Así, sin más alternativas ni más opciones, tuve que aceptar que era una pieza importante en el camino de la “Gloria Patria” de mi España. Mi patria, mi tierra, mis antepasados.
En el Cuartel está el Cuerpo de Guardia, el patio de instrucción, los talleres, el comedor con su suculenta y tentadora comida del mismo color día tras día. Están las duchas, el calabozo (en ocasiones acogedor) y sobre todo, por encima de cualquier ideología, categoría o lógica, omnipresente, determinante y centro de todas las decisiones importantes, La Cantina.
Me vienen buenos recuerdos. El aroma del alcohol rancio y el sudor pegajoso, los alientos ebrios cargados de palabras malsonantes, los incontables bigotes recortados meticulosamente sobre el labio superior, los chasquidos de las manos rascándose y posicionándose los testículos adecuadamente sobre el uniforme, para que el enorme tamaño militar no desequilibrara a los borrachos que constituían a la clientela habitual del oscuro antro.
Benditas las frases y arengas que incitaban a la conquista del mundo, a la derrota de la pérfida y hereje Gran Bretaña y del chauvinista gabacho. Que palabras tan reconfortantes para sentirnos patriotas.¡Por cojones! Copa de Terry. ¡Coño! Copa de ginebra. ¡Por España! Copa de Anís. Ahora soy consciente de si entonces nos hubiesen invadido los moros, por Gibraltar nos iban a pillar a todos borrachos de cojones. La verdad, sería la única manera de que agarráramos el fusil y nos liáramos a pegar tiros. O borrachos o nada…
Se me terminó la copa, será mejor que vaya pidiendo la próxima antes de que regrese parte de mi cordura.

(Para papá)

A.Benlloch


Estaciones

Cada estación tenía su lluvia inconfundible. Durante el verano era prácticamente escasa, y apenas llegaba a regar los tacaños yerbajos que crecían alrededor de las patas de la cama y sobre el escritorio.Era entonces cuando la habitación me daba una pequeña tregua que aprovechaba para que Celeste me cambiara las sábanas por otras secas y recién planchadas, pero los mosquitos ansiosos de sangre y las moscas acaloradas fijaban toda su molesta atención en mí volviéndose insoportables las noches y los días.
Las últimas primaveras había crecido una enredadera que cubría prácticamente todas las paredes. La lluvia era más fresca, y las flores desprendían un fuerte aroma que por momentos se volvía irrespirable a causa del polen. La enredadera creció tanto la última estación, que ejercía como paraguas protector sobre la cama protegiéndome así de la humedad.
El invierno no era tan infame como creí al principio de mudarme. Las primeras gotitas terminaban por convertirse en diminutas esferas heladas, y el viento golpeaba furiosamente las ventanas.
Pero sin duda la estación más irritante era el otoño. Solo hacía unos meses que un huracán azotó la habitación. Los muebles quedaron transformados en astillas y los vidrios de las ventanas volaban por toda la pieza como cuchillos afilados. La lámpara cayó destrozando el colchón y hundiéndolo poco después en un torrente de agua oscura que provocaba olas de varios metros. Pasé más de cinco horas sujeto a una de las patas del camastro que flotaba entre la marea, hasta que Celeste, exaltada por el ruido ensordecedor que salía de mi habitación decidió entrar haciendo caso omiso a mis indicaciones, lo que terminó salvándome la vida.

A.Benlloch
Salomón

Su madre era la mujer barbuda del pequeño Circo “Escarlata”. Nunca supo su verdadera nacionalidad. Vino al mundo rodeado de paja entre camino y camino de una ciudad a otra, mientras su madre daba a luz una noche de embriaguez.
Creció pensando que su padre era el domador de leones que murió devorado por una de las fieras durante su espectáculo. Pero a medida que pasaba el tiempo, comenzó a comprobar el inevitable parecido con el enano trapecista esposo de las hermanas siamesas Fuang.
La única gran diferencia entre los dos, era la estatura, puesto que su madre no solo era la mujer barbuda, sino la más alta del mundo con dos metros noventa de altura.
Desafortunadamente, a diferencia de su artística familia, Salomón, nombre puesto en memoria a su difunto supuesto padre, no creció con ningún don que pudiera explotar en el circo. Se dedicó durante años a limpiar la jaula de los chimpancés payaso entre otras cosas.
A los 16 años decidió escaparse para buscarse la vida y probar suerte en el mundo. La experiencia amorosa más cercana que había tenido fue durante su vida en el circo, con una mona posesiva y celosa que se encaprichó de él. Ahora, lo mas cerca que se encontraba de otro cuerpo, era del trajecito rosa, peludo y suave que lo miraba con sus ojitos redondos y negros, desde la silla, esperando a ser parte e él como cada día durante ocho horas en esos grandes almacenes.
Se trataba de una verdadera relación amor-odio entre el conejito, con el cual mantenía una estrecha relación, y él.
Detestaba el olor a sudor en su cabeza y el tacto del pelo húmedo que se pegaba a su piel al final del día. Pero igualmente le resultaba casi imposible deshacerse de su traje rosa, peludo y suave.
Pese al parecido con su padre, Salomón era mas bien un tipo alto, estatura que sujetaban dos piernas flacuchas y endebles. Su pelo ya repleto de canas caía del lado izquierdo de su cara.
Sobre su calzón blanco, de un color verdoso en los bordes, se asomaba una barriga fofa con algunos pelos ridículos amontonados alrededor de su ombligo. En ocasiones encontraba miguitas de pan escondidas dentro de esa cueva repleta de vegetación.
Su cuello largo como el de una avestruz guardaba en su interior una nuez que hacía exagerados movimientos cada vez que comía. Resultaba casi imposible de creer como ese cuello desgarbado era capaz de soportar su enorme cabeza (otro de los legados de su verdadero padre).
Su cuerpo era tan blanco que parecía casi transparente, así se sentía la mayor parte del tiempo. Al menos siendo el Señor Conejo algunos niños sentían admiración y respeto por él, siempre y cuando al girarse no recibiese una patada en su espinilla o más degradante aún, en su trasero rosa.
Sólo un detalle que no heredó de su despreciable familia le gustaba de sí mismo. Un ojo de cada color. El izquierdo de un azul intenso y el derecho color pardo casi verde con la luz del sol. Estaba seguro de que era el descendiente de algún ser superior, que había venido a la tierra para realizar alguna misión importante.
Y así, cada mañana Salomón se levantaba seguro de que ese sería el día en que algún tipo de señal le indicaría, que su misión en el mundo estaba a punto de dar comienzo.

A.Benlloch

Salomón encuentra a Arancha

Había llegado el final de un día agotador. Los pelos del traje ya comenzaban a pegarse en su piel y tras algunas patadas en la espinilla de varios niños malcriados, y los gritos de terror y sollozos de alguno que otro asustado por su presencia, el día había transcurrido sin mayores percances.
Sentado en la parada del subte, con el traje puesto oliendo a sudor y la cabeza de conejo sobre las rodillas, Salomón comienza a ojear la estación prácticamente vacía. Sólo algún transeúnte absorto en su libro y un borracho durmiendo la mona sobre uno de los bancos. Le gustaba viajar a esas horas cuando el vagón se encontraba prácticamente vacío.
Un estruendo a su derecha llama su atención. Se levanta dando pequeños saltitos por la molesta colita que se cuela entre sus nalgas y la cabeza del conejo cae al suelo rodando unos pocos metros.
Una mujer pelea contra el piso mientras intenta incorporarse sin mucho éxito. Salomón que acude en su ayuda, queda hipnotizado por su mirada. Sus ojos pequeños de gata, esquivos, parecen atraparle en la estupidez. Paralizado ante la mujer, con la boca entreabierta y el pulso acelerado, no es capaz de emitir sonido alguno.
Los músculos de su cuerpo agarrotados le juegan una mala pasada, y sin pretenderlo, suelta a la chica que cae de bruces al suelo.
Tras conseguir incorporarse, Arancha comienza a observar el cuerpo peludo y rosa parado frente a ella. A simple vista siente un poco de repulsa, pero al ver sus ojos de diferente color no puede evitar notar una conexión que va mas allá del disfraz de conejo que lleva puesto. No sabe si es compasión , pero una extraña atracción le hace recordar de pronto todos esos momentos que pasó de niña intentado captar la atención de otros, reclamando con miradas ajenas la satisfacción de sus logros constantemente fallidos.
Los dos fueron niños de mundos diferentes pero igualmente solos. Rodeados de personas que nunca consiguieron comprenderlos, con grandes sueños que nunca cumplieron, pero sin perder la esperanza de alcanzarlos algún día. Dos seres especiales puestos en el mundo para realizar algún tipo de misión, que de pronto se encuentran en una situación tan absurda como sus propias vidas.
Uno frente a otro permanecen en silencio, observándose. Sin pronunciar palabra no dejan de decirse y contarse: “¿Dónde has estado todo este tiempo?” “Me gustan las manzanas asadas” “Esta señal me la hice de niña cuando caí en bicicleta” “Me crié en un circo” “Me gustan los niños” “Mi casa no es muy grande, pero podríamos vivir los dos” “Creo que te quiero” “Te quiero”.
Llega a la parada el último tren de la noche. La mujer sube al vagón vacío sin dejar de mirarse. Salomón continúa paralizado en el anden, “Te acompaño a casa”.
Las puertas se cierran frente a sus ojos, el tren comienza a moverse tomando mayor velocidad hasta que se pierde en la oscuridad del túnel. Salomón lo sigue con la mirada hasta que en la estación ya no queda más que silencio. Los ojitos negros y redondos del conejo le observan desde el suelo. En su rostro se vislumbra lo que parece una pequeña sonrisa.

A.Benlloch
Togo

Ibrahim mira distraído como la mosca que revolotea cerca de la carita de su hermana, se posa sobre su nariz y frota sus patitas.
Recuerda que un viejo de la aldea le contó por qué las moscas se rascan las extremidades cada poco tiempo, y es que sus diminutos tentáculos peludos desprenden una substancia que las mantiene pegadas a la superficie de sus víctimas, ya sean un animal, un excremento o la naricita de su hermana. De esta manera, al frotarlas evitan quedarse pegadas por siempre y pueden así, huir con rapidez de cualquier intruso que pretenda deshacerse de ellas.
Hace un calor infernal, y en el ambiente se respira el sudor de las ropas húmedas y las gargantas enfermas.
Su madre, sentada a su lado, tararea una canción en el oído de la niña, que agotada por la espera y el hambre, descansa los ojos sobre el hombro de su madre.
Un viejo sentado frente a él, espanta los insectos con el mugriento pasaporte. Y el ventilador, remueve el pesado aire del ambiente, levantando sin mucho ánimo las esquinas de los panfletos turísticos, expirados y descoloridos que muestran sin convicción, las bondades de un parque nacional absurdo.
Un hombre se deja caer sobre el umbral de la improvisada puerta de entrada al local, mientras apoya su mano sobre la cabeza de un niño endeble con piernas flacuchas y vientre hinchado, que absorbe parcialmente los mocos de su nariz, mientras mira distraído al fondo de la sala.
Se acuerda de su padre a quien hace mucho que vio por última vez.Él tenía cinco años y su hermana tan solo era un bebé. Siente su mano tibia acariciándole el cabello y sus brazos fuertes rodeándole mientras le murmura una vieja oración en Kabiyé.
Son muy pocos los recuerdos que le quedan de él, y con los años, su imagen se torna cada vez más difusa.Sólo mantiene nítida la mirada de sus padres como un grito ahogado en desesperación ante la inminente separación, por la impotencia e incomprensión de un mundo en el que les ha tocado sobrevivir y aceptar con resignación.
Era pequeño, y aunque no comprendía bien por qué su padre tenía que irse a un lugar lejano llamado España, intuía en los ojos de sus padres un “adiós” para siempre.
Tras partir junto con otros hombres de la aldea y alejarse por el camino de tierra en dirección al mar, su madre permaneció quieta, frente a la puerta de la modesta casita, mirando sin apartar la vista un instante, al camino que había soportado los pasos de su hombre, hasta convertirlos en difusas huellas de polvo, que el viento se había encargado de borrar poco a poco. Ahora que la miraba meciendo a su hermana, con los pómulos prominentes y el rostro cansado, no recuerda haber visto una sola lágrima en sus ojos, aunque siempre supo que por dentro lloraba desconsolada.
Hace ya seis años que su padre se marchó en busca de una esperanza de futuro que poder ofrecerle a su familia, y no han tenido noticias suyas desde entonces.
Muchos de los niños que se encontraban en la sala, no pasarían de los 6 ó 7 años debido a la malaria, los folletones que explican su prevención, hacen mejor su papel olvidados dentro del cajón.
Escuchaba historias de pateras hundidas en el océano, de cientos de personas ahogadas en mitad de la noche. Y cuentan que sus gritos y voces se oyen desde lo más profundo de sus entrañas arrastradas por las olas hasta chocar con la arena de las playas. Alguna vez soñó que entre las voces, se diferenciaba la voz grave de su padre gritando su nombre.
Parece que el tiempo en este lugar no corre. Las horas pasan lentamente y el agobio de los cuerpos hace de cada segundo mas inaguantable la espera.
En cuanto solucione los papeles de su pasaporte, se largará de este putrefacto lugar repleto de miseria, enfermedades y violencia.
Prometió que cuidaría de su madre y su hermana, pero quedándose allí solo alargaba mas el sufrimiento de la espera ante lo que ya era inevitable.
Comienza a mirar con resentimiento a su alrededor, todos esos pobres diablos ahí sentados, de pié, amontonados como cerdos en el matadero. Sólo unos pocos, con un leve aliento de esperanza en sus rostros.
Frente a él, la bandera Togolesa se compadece de sí misma, manchada de polvo y de sangre en forma de estrella.
Está seguro de que las cosas van a cambiar, que un mundo lleno de oportunidades le aguarda. ¿Qué podría haber peor que aquel lugar?.
Lo que no sabe, es cuanto echará de menos el aroma del café en los campos abiertos, el sabor de la avena recién horneada o la sensación en sus pies descalzos de la arena cálida bañada por el sol. Las canciones en ewé y kabiyé que su madre les cantaba cuando eran niños… Cuando desde ese centro de detención, mas bien una cárcel de inmigrantes “ilegales”, título impuesto por una sociedad hipócrita, preso de su libertad y con sus sueños y esperanzas enterradas, tan lejos de su hogar, intentará, de pronto, recordar y hacer memoria de que motivos le llevaron a ese lugar.

A.Benlloch


Cuba

Por las noches busco la música que envuelve la plaza de Bejucal,encontrar en mis preguntas y sorpresa su mirada, sus ojos, que entre la gente me observan, y me recuerdan..."no estas sola".
Ya nada en mí volverá a ser igual, que mejor sitio para comenzar...mi viaje, mi camino, empezó en un lugar donde en las calles la tierra se come al asfalto y las puertas de cada casa se abren sin dudarlo.Donde los sueños apuntan alto y la esperanza de todos los que sueñan te atrapa en la sonrisa mas blanca y sincera.El calor tropical que humedece y alimenta las ideas, y se pega a tu alma de manera que nunca mas te deja.
La Habana, un sueño donde los sueños se caen a pedazos por las paredes de las casas a medio hacer,donde las calles encharcadas sostienen los pasos, de aquellos que luchan día a día por sobrevivir bajo la apariencia de que todo va bien. Pero es que todo va bien y todo va mal.
Ahora, tras la despedida, queda la amargura, la partida. El olor penetrante a guayaba por las calles y el sonido de los almendrones que se abren paso bajo un denso humo que envuelve la ciudad.
Y no me arrepiento, y quien sabe si volveremos a vernos. Donde me llevará el camino o cual será mi destino, mis pasos... ahora, solo queda esperar..

A.Benlloch

sábado, 25 de julio de 2009

La Villa 31

Sobre las calles donde no llega el asfalto, unos niños juegan con un chucho mugriento.
Sus pieles curtidas por el frío soportan el viento que se cuela por los improvisados techos de hojalata.
Los pequeños charcos en la tierra, marrones criaderos de enfermedad, reflejan los sueños de un mundo incomprendido.
Desde la cantina se escucha la cumbia como voz de una cultura, el aroma del maní en el fuego, que cuece un viejo de ojos tristes,
Y alrededor de la cancha, se concentran sus habitantes dejando sus gargantas en los triunfos de un balón.
Solo una calle separa dos mundo opuestos; en uno faltan oportunidades, en otro las intenciones.
Las casitas bajas de adobe, ladrillo o chatarra, se amontonan formando pequeñas cuadras divididas en zonas. Incluso dentro de la villa, tu lugar va acorde a tu economía.
Al pasar por la autopista, sus techos parecen tocar el cielo, sobran las pretensiones de arrancarlos de su hogar.
Algunos chicos de ojos morochos y piel canela, van con sus padres a laburar, el papá se hace pasar por invidente, los nenes ponen la manita al pasar.
Siempre hay modos de salir adelante. Del barrio surgieron médicos, limpiadoras y futbolistas, tenderos, profesores y escritores.
El problema es que para muchos, no queda espacio para pensar. Algunos han de escoger el camino fácil, también los hay vagos como en cualquier lugar.
Pese a todo aquí están los más fuertes, los que luchan por su tierra, su hogar y su dignidad.
Cada chico solo es un miembro mas de una extensa familia. En un lugar donde escasea la información sexual entre otras cosas, las mujeres no tienen más salida.
El gobierno con sus planes de fomento, nunca tiene en cuenta a los villeros ¿qué es lo mejor para sus vidas, para sus casas o sus negocios?
Al final todo queda en el aire, todo es igual de ficticio a los propósitos de cambio.
La educación es la base de sus vidas, su futuro y progresión, el pequeño halo de esperanza para forjarse un futuro mejor.
Muchos piensan que vivir así no es digno. Tan solo hace falta mirar a través de sus sonrisas para saber que dignidad les sobra, que quizá indignos sean otros, que quieren acabar con su historia.

A.Benlloch

Quiero volar...

Baja los pies a la tierra
¿Acaso las personas no pueden volar?
yo cada día veo a alguien elevarse al cielo,
Muchos se caen, otros suben más y más...
La gente que mira sin comprender
señala esos puntos a lo lejos,
piensan...¡se va a caer!
Sólo unos pocos superan las nubes
dejando atrás, el fango en sus pies.
Con sueños de partir a un nuevo lugar...
desde el suelo se escucha:
¡que ponga los pies en la tierra! ¡las personas, no saben volar!

A.Benlloch
Tiempos absurdos

Vivimos en tiempos tan absurdos como absurdos
en los que asesinatos y guerras ya no son noticia
en los que a vivir dignamente le han subido el precio
y en los que a las mentiras les ponen lazos de colores.
Tiempos absurdos en los que plastificamos el amor los sábados por la noche
en los que un “Te quiero” perdió su significado
y donde los besos carecen de sentido.
Vivimos en tiempos tan absurdos como absurdos
en los que las prisas no dejan vivir momentos que se escapan
en los que la basura esconde recuerdos de la infancia
y donde los sueños quedan dormidos bajo la almohada.

A.Benlloch