miércoles, 18 de enero de 2012



Cine París


El cine París se alzaba solemne entre los amontonados y viejos edificios del centro. Descuidado, camuflado de casona colonial tapizada de polvo y humo.
A la entrada, un cartel anunciaba las sesiones de la semana “Ejacula” y “Las gemelas siempre están abiertas”.
Sus letras centelleaban cansadas sobre la entrada. Cada noche se prendían rendidas luciendo inadvertidas por los usuales transeúntes del barrio.
Tenía un aroma peculiar. La humedad y el sudor pegado a las butacas vestidas de rojo, desgastadas y usadas con recelo. El suelo espeso se aferraba a los zapatos. Del techo, una pesada araña pendía orgullosa sobre el teatro.
Por el Cine París, pasaron las mejores compañías del mundo. Actrices del peso de Margarita Velasco pisaron su escenario. Fue uno de los teatros más frecuentados por la alta sociedad limeña. Con los años, el centro dejó de ser el punto neurálgico de las relaciones sociales y culturales, todos sus edificios, junto al teatro París, fueron siendo olvidados poco a poco en un indiferente abandono.
Juancito abría a las cinco y cerraba las puertas tras la última sesión de la madrugada. A veces, llegaba temprano y ojeaba las películas antes de empezar su jornada. No se deleitaba con ellas, observaba más allá del placer carnal que otorgaba a sus asiduos compañeros de asiento.
Para él el sexo, era toda una fuente de conocimiento sobre la que le gustaba teorizar. El papel del sexo en la sociedad y lo que representaba, le interesaba más que la vivencia del sexo personal, hasta el punto de que Juancito, nunca había tenido una experiencia erótica en su vida, más que la del mero observador.
De muy joven ya fue un maestro espectador. Desde su ventana observaba a su amistosa vecina colocarse en inagotables posiciones con cualquier hombre que aceptara su invitación. El cartero, el afilador y el repartidor de pizzas eran frecuentes interventores.
Sus padres eran entusiastas cristianos que rondaban entre el hogar y la iglesia. Rezaban tres veces al día. Recitaba cada día un pasaje de la biblia, que leía para sus fervorosos padres. Una vez a la semana, Juan recibía cuarenta azotes en su espalda, propiciados por el cinturón de un padre que clamaba por el perdón y el sufrimiento del redentor.
Nunca tuvo amigos, más que aquellos que tomaban prestado su lonche en la escuela. Abandonó la secundaria y se marchó de casa. A veces pensaba en su vecina, la veía de espaldas, desnuda, ella se giraba y le sonreía.
Llevaba seis años trabajando en el cine París. Ese era su hogar.
Le gustaba imaginar lo que el placer sexual provocaba en los hombres y mujeres que concurrían el cine. Desde su puesto de boletería, escudriñaba sus rostros y miradas, antes y después de cada sesión.
Entre sus clientes, siempre se encontraban los habituales. La mayoría, hombres de mediana edad que llegaban solos o acompañados de alguna prostituta del barrio. Juan, las conocía bien, solían merodear el cine esperando encontrar carne fácil con que satisfacer sus carteras.
El aire del París estaba cargado. El humo de los puros y cigarrillos que prendían en la sala navegaba entre olas blancas por el espacio, se mezclaba con el sexo y el esperma que descargaban. Por ratos un travesti caminaba entre los asientos, a paso lento, contoneándose en una figura parca pero ajustada.
Los baños eran el lugar de encuentro para quienes la concurrida sala no era lo suficientemente íntima. El olor del orín invadía el servicio. El suelo encharcado albergaba algún preservativo usado, papeles y colillas. Al fondo esperaban fastidiados tres wáteres amarillentos.
Cuando Juan pensaba en el sexo, no se excitaba como el resto de la gente. No se sentaba frente a la gran pantalla para masturbarse. Le gustaba observar, contemplar sus reacciones. Anotaba en su mente las posiciones, los gestos, las distintas formas de otorgar placer a otros. Indagar sobre el comportamiento sexual de los hombres.
Sentado en la boletería pensaba en Estrella, y en cómo le gustaría a ella. Cuando llegaba con algún cliente la imaginaba, sabía que no lo disfrutaría. Estrella era más sensible, nunca la besaron en la boca. Tampoco le dijeron nunca que la querían. Juancito se lo diría, si tuviera ocasión. No para llevarla a la cama, sólo caminarían de la mano.
A ella siempre le pagaban para ponerse de espaldas, pero le gustaba que la miraran a la cara. Cuando era niña quería ser odontóloga. A diferencia de otros niños, a Estrella, le gustaba ir al dentista. Siempre le pareció agradable el olor de la consulta, y el sabor que le dejaban a menta en la boca. El doctor, era un señor viejo muy amable que le decía cosas bonitas y al salir, siempre le esperaba un piruleta roja que teñía su lengua del mismo color.
En su bolso siempre llevaba una cajita de mentas.
Sus padres le pusieron Estrella porque cuando nació tenía sobre su cabeza una bola de pelo enmarañado de color amarillo. Su piel era blanca y sus ojos dorados no se cerraron desde que llegó al mundo. Parecía una estrella bajada del cielo para ponerse de frente en los brazos de su madre.
Estrella tenía pocos recuerdos de ella. Cuando murió, su padre se ensimismó perdiendo interés en todo lo que le rodeaba, incluyéndola a ella.
No siempre pasaba por el cine París. Nunca intercambiaron más que un par de palabras.
Llegó acompañada de un hombre, alto, fuerte y viril. De unos cuarenta años. Nunca antes lo había visto por el barrio. Ella jugaba con unos pelitos rizados que asomaban en su pecho y se colaban por los ojales de su camisa abierta. Olían a alcohol rancio de bar pesado. Reían y caminaban tambaleándose de un lado a otro.
El hombre dejó unas monedas grasientas sobre el estante. Estrella, miró a Juan con los ojos rojos por el licor y le sonrió, mostrando unos dientes blancos y rectos. Juancito cogió las monedas y les brindó dos boletas para la sesión.
“La película está empezada” dijo sin dejar de mirarla. Ambos se rieron.
“Tranquilo causa, sólo vamos a pasarla bien” balbuceó el hombre con voz húmeda.
Caminaron hacia la sala entre risas, con la mano de él agarrando con fuerza su trasero. Antes de entrar, la cogió bruscamente del mentón e intentó besarla en la boca apretándola contra su pecho. Estrella se paró y le atinó una bofetada. El hombre la miró en silencio, sus ojos ardían en cólera y tras unos segundos, se deshizo en unas ruidosas carcajadas que sonaron por toda la pieza. Se abrazaron de nuevo y entraron a la sala.
Juan pensaba en su boca, en sus dientes blancos y su lengua roja rozándose los labios. Veía sus ojos pardos, brillantes de éxtasis, intoxicados. Imaginaba las manos recias de aquel tipo tocándole las caderas, mordiéndole los pezones rosados. Acercándose a su boca y besándola hasta quedar exhaustos. Sentándola sobre él, para verle la cara. Acariciándole el cabello y bajando la mano por su espalda hasta sentir la hendidura de su trasero.
Pasaron varias horas, Juan había salido a la vereda, la noche estaba tranquila. Apoyado en la repisa y fumándose un cigarrillo intentaba vislumbrar alguna estrella entre los techos altos de los edificios.La gris Lima le impedía ver nada.
A su lado pasó el hombre que había entrado con Estrella. A paso rápido y torpe se alejaba del cine. Juancito, miró extrañado hacia la sala, cerrada, esperando verla salir en cualquier momento. Pero nadie abrió la puerta.
Vaciló un instante y entró en el cine. Todo estaba oscuro, el público dispersado por las butacas miraba distraído la pantalla. Algunos estaban más ocupados que otros. Sólo unos pocos le miraban, percatados de su presencia.
No habían muchas mujeres en la sala. Tenía una extraña sensación entre miedo y vergüenza. Ni siquiera sabía por qué la buscaba. Que le diría al encontrarla.
Las preguntas se mezclaban en su mente, como un barullo de palabras sin sentido. Entonces le pareció verla, sentada al fondo de la sala, en una esquina, sola.
Cuando recuperó la conciencia caminaba hacia Estrella. Se sentó a su lado. Ella ni se inmutó ante su presencia. Permanecieron en silencio un rato, mirando a la pantalla. Su mano reposaba tranquila y blanca sobre su delgada rodilla. Juan acercó rozando sus dedos a los de ella.
Sobre su brazo resbalaba el tirante del sostén, dejando su hombro desnudo y parte de su pecho claro. Ella seguía regia, mirando al infinito, inmóvil. Blanca como la nieve, igual que el día que vino al mundo.
Sus labios rojos llameaban silenciosos e inertes. Juan acarició su pelo amarillo y volteándola con delicadeza, acercó sus labios a los suyos. Su boca fría y cerrada recogió su beso sin respuesta. Su sangre estaba helada, pero hacía calor en la sala. En sus ojos dorados se reflejaban los amantes de la pantalla. Cogió su cabeza, y la posó con suavidad sobre su hombro.
Tomó su mano rodeándola entre unos dedos largos y así permanecieron, El dichoso sonriendo, ella, mirando, eterna, radiante, como una estrella.


A.Benlloch

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