miércoles, 19 de agosto de 2009

Mi abuelo

Sólo imaginaba como sería o como me podría llegar a sentir por lo que conocía de las películas, lo que había leído en los libros o lo que me habían contado. Pero nunca había visto uno con mis propios ojos y mucho menos lo había tocado.
La tarde que murió mi abuelo todos nos encontrábamos en su casa. Esperando, sin saber bien el qué. Sabíamos que su hora había llegado y realmente parecíamos preparados para ello.
Después de algo así te das cuenta que nunca estás preparado para perder a la gente que amas y mucho menos para despedirte de ellos.
Esa misma mañana hablé con él por última vez. Su rostro pálido de un tono azafranado, soportaba dos ojos rendidos que exhalaban dolor y casi suplicaban descanso. Parecía un esqueleto vestido con una piel rugosa que cubría sus huesos. Sus manos se sentían tibias por la débil vida que aún fluía por sus venas. Había sido una intensa semana de visitas, de besos, de palabras, de una despedida continua e inconsciente. "Eres el mejor abuelo del mundo" fue lo último que le dije. Mirándome con sus ojos aún brillantes de vitalidad, esa que le caracterizó toda su vida, solo pudo responderme con una sonrisa.
Al día siguiente tenía un examen de recuperación. Tal y como estaba la situación no había tenido mucho tiempo para estudiar y menos aún para concentrarme. Decidí irme a casa e intentar repasar un poco. Tenía una extraña sensación. Me sentía inquieta, notaba las tripas encogidas y el corazón desencajado. Ni siquiera fui capaz de leer las dos primeras líneas de mis apuntes. Sabía que algo no andaba bien. El teléfono de mi casa comenzó a sonar. No se por qué no me atreví a contestar. Solo me bastaron unos minutos. De pronto me vi corriendo desesperadamente hacia su casa. Sentía que el corazón se me salía del pecho. Me dolía la garganta al respirar por el esfuerzo. Tuve que parar unos instantes para recuperar el aliento. Una fuerte punzada empezó a dolerme en el costado del estómago. Apoyada sobre mis rodillas exhalaba el aire intentando recuperar mis fuerzas. Me sentía mareada por la carrera. Lloré.
Comencé de nuevo a correr pese a las fuertes punzadas en mi estómago y el dolor de mi garganta.
Cuando llegué, todos lloraban en la sala. Nadie me contaba que pasaba. "Tu abuelo está muy malito Alba, se muere"
Sabía que eso iba a ocurrir. Que tarde o temprano debía llegar este momento. Pero lo único que sentía era rabia, injusticia, unas ganas terribles de gritar.
"Sólo los hombres buenos se van" pensaba.
Uno a uno fue llegando el resto de mi familia. Recuerdo sus miradas de angustia, el desconsuelo de sus rostros. Entonces pasó. Durante unos instantes solo escuché los gritos de mi tío, llegaban desde el fondo del pasillo. Los gritos más dolorosos que escuché y escucharé nunca. Su vida al fin, se había apagado.
Al principio fui reacia a entrar en su habitación, pero mi madre me dijo que parecía dormido.
Así me despedí de él. Tumbado en su cama, su rostro desprendía una paz tan intensa que sentí el irremediable deseo de dejar de llorar. El tono de su piel era ahora de un amarillo intenso y sus labios descansaban serenos, firmes y rectos, como en el sueño más profundo.
Tomé su mano, ahora fría, entre mis dedos cálidos y húmedos por el calor de septiembre. Ya no sentía el fluir de la vida bajo su piel.
Le di el último beso en su huesuda mejilla y así le dejé, descansando en su cama, boca arriba, durmiendo como cualquier otra noche de su vida.
Se fue rodeado de su familia, lleno de amor, en su casa y en el pueblo que le había visto nacer y convertirse en quien era.
Esa fue la primera vez que vi a un muerto. Pero no me asusté ni sentí temor, se trataba de mi abuelo, profundamente dormido, y de camino al sueño más largo que tendría nunca.

A.Benlloch

miércoles, 12 de agosto de 2009

La Revolución de los espantapájaros

El sol empezaba a desaparecer. Sus pequeños ojos negros miraban al cielo escudriñando las nubes oscuras y esperando al tan temido diluvio de hormigas. Sabía que ese sería el fin del levantamiento .
A la cabeza del escuadrón, el pelotón de espantapájaros esperaba las órdenes de su capitán. Pero él intuía que algo iba mal. Nunca debió confiar la misión a las ratas lenguaraces. Pero que otra alternativa le quedaba… Había perdido a la mayoría de sus compañeros en combate. Solo unos pocos soldados mantenían la paja bien amarrada y los sombreros en su lugar.
Parecía una eternidad la que llevaban luchando, pero tan solo hacía seis meses que el fugitivo golondrino irrumpió en su campo de maíz proponiéndole la revolución soñada. Toda una vida soportando las atrocidades del Hígado Terrorista, el más inalcanzable y perverso ser de todos los campos.
Tras reunir a todos los espantapájaros de la región, decidieron convocar una asamblea con la intención de unir sus fuerzas a las de las ratas lenguaraces, ladronas e interesadas por naturaleza, pero quienes llevaban sufriendo durante generaciones las crueldades del Terrorista. Su afán de codicia y una suma considerable de monedas de oro, traicionaron a hurtadillas su compromiso.
Llevaba un tiempo escuchando rumores de un cuantioso ejército de hormigas coloradas creado por el mismo Hígado.
Ahora, frente al campo de batalla devastado, exhaustos y con la moral por los suelos, el pelotón de espantapájaros y los golondrinos revolucionarios, estaban a punto de dar un vuelco en la contienda que forjaría un nuevo destino y cambiaría por siempre el rumbo de sus vidas.

A. Benlloch

martes, 11 de agosto de 2009

Rosa chicle

Se acercan los pasos de una mujer vestida con una blusa de estampados rosas, sostiene sobre su brazo una carpeta en la que apoya una especie de listado mientras golpea un boligrafo repetidas veces contra su mentón. Frunce la boca arrugando los labios con una mueca pensativa. Lleva el pelo cardado y un exagerado maquillaje en su rostro intenta disimular su verdadera edad.
Por unos instantes olvido donde estoy, entonces escucho mi nombre. En silencio, observo las arrugas maquilladas sin mucho éxito en la comisura de sus labios pintados de rosa chicle.De forma desagradable repite mi nombre mientras levanta la ceja, y observo sus diminutos ojos de rata escondidos bajo una densa capa de polvos azules, mirándome "Soy yo" Respondo al fin.
La sigo por el angustioso pasillo hasta una habitación. En el centro, una improvisada camilla con dos perneras hace de clínica clandestina.
Aún espero absurdamente que algún hecho repentino me saque de este lugar.
Sobre un taburete situado en la esquina de la habitación, un jarrón grotesco lleno de flores, intenta darle algo de color a la pieza. Su aroma me repugna. Nunca me gustó el olor de las flores. De niña mi familia, en otra de sus absurdas tradiciones y creencias, me obligaban a asistir cada domingo al cementerio en memoria de los parientes difuntos donde pasábamos las horas frente a una lápida repleta de huesos y cuerpos en descomposición, festín y alimento de gusanos, rezando necedades que nunca llegué a comprender. Que cuadro tan repugnante formábamos.
El olor de las flores flotaba por aquel lugar como el reclamo perfecto de insectos voladores. Así pasé durante años los domingos de mi infancia, mientras otros iban al campo o la playa, yo rezaba a muertos desconocidos ridículas oraciones.
No soporto los cementerios, tampoco las flores.
Siento la completa imposibilidad de poder alterar las cosas.
El miedo de pronto comienza a apoderarse de mi. Sobre los muebles se amontonan algunos botes, algodones y otros instrumentos. En la camilla plegada, una toalla blanca. Frente a mi , una mesa a modo de escritorio de maciza madera oscura separa en dos la habitación. Solo un bote con lápices y un calendario pasado de año con una mala publicidad alteran su espacio.
Observo las paredes blancas vacías, ningún título de medicina o prueba que corrobore la sabiduría o conocimiento de la persona que durante las próximas horas va a tener el control sobre mi cuerpo dormido y vulnerable.
La puerta se abre, un hombre irrumpe torpemente en la sala. Su rostro soporta una sonrisa irónica, que agranda cuando posa sus ojos redondos sobre mí. Su enorme frente despejada de cabello hasta mitad del cráneo brilla sudorosa y roja. Se acerca al escritorio y antes de sentar su flácido trasero en la silla, me tiende una mano a modo de saludo. Me repulsa su tacto caliente y húmedo. Sus deditos pequeños me aprietan sin mucho interés. Siento una repentina repugnancia al imaginar sus manos sudadas palpando mi cuerpo. Dejando mi vagina y mi vientre en manos de ese ser tan desagradable. Empieza a realizar preguntas mientras rellena lo que parece una ficha.
En la intemperie de la ilegalidad, las palabras siempre están de más.
"Necesito sus datos para una próxima vez" Contesta mientras fija de nuevo sus ojos redondos sobre mí, como un intento de ver más allá de mi rostro. Me siento violentada, su mirada, la situación, el miedo.
"No voy a regresar" Mi voz comienza a temblar, no se si por la indignación o las lágrimas que intento desesperadamente aferrar a mis ojos.
El hombre, ladeando un poco la cabeza con una aparente compasión me muestra tras su irónica sonrisa unos dientecillos afilados con los que muerde su labio inferior.
"Todas vuelven. No eres distinta a las demás".
Siento unas ganas terribles de echarme a llorar, de estampar su asquerosa cara sudada contra la mesa y salir de allí corriendo y no parar, hasta que mis piernas exhaustas me lo permitan. Lejos de esta habitación, de mi familia, lejos del repugnante olor de las flores, del miedo y la resignación.
"Si no te gusta búscate a otro, no me hagas perder el tiempo".
Tumbada en la camilla, a la sombra de la ilegalidad me siento azotada por el miedo, la soledad. Humillada por la entrevista, no paran de repetirse en mi memoria las mismas palabras "todas vuelven".
Miedo, soledad, todo gira en torno a mi cabeza... el aroma muerto de las flores es ahora más intenso. El suelo frío bajo mi mejilla, el sabor amargo de la sangre, el miedo, el olor del sudor y el alcohol en su piel, en su ropa. Y de nuevo las palabras “Todas vuelven”.

A. Benlloch