martes, 27 de diciembre de 2011



LA REVOLUCIÓN DE LOS ESPANTAPÁJAROS
- La tierra Lenguaraz-



A través de las alas de su sombrero descolorido, Gizmo observaba expectante la silenciosa mañana. Hacía horas que no se escuchaba el canto de las liendres bajo las rocas.
Sentado sobre sus piernas fumaba una pipa de tabaco de tierra que absorbía parcialmente.
“Esta tierra tiene demasiadas piedras” pensó.
Hurgó en sus bolsillos esperando encontrar suficiente oro para comprar tres cuartos de tabaco de buena tierra y un pedazo de lombrices aladas que llevarse al estómago. Solo unas migajas de trigo y un par de monedas salieron de su desgastada faltriquera.
Se incorporó a duras penas sobre sus piernas de paja amarilla y comenzó a caminar buscando el único acceso de lodo que conducía a la finca con la mejor cerveza y tierra de pipa de toda la región, a dos días a pié desde el sembrado de cebada donde había pasado las últimas semanas.
Su única compañía era una vieja pipa de pata de cigüeña que en otros tiempos perteneció a su abuelo y un raído morral colgado a la espalda con algunas provisiones que ya comenzaban a escasear.
El cielo empezaba a oscurecer, a su alrededor tan solo campos y más campos, ni si quiera un árbol donde protegerse de los nubarrones y sus insectos.
De niño recordaba haber visto en muy pocas ocasiones una lluvia de hormigas coloradas como la que presenció la última vez. Después de una tempestad así, muchos terrenos quedaban arrasados, resultaba muy costosa su recuperación y con la frecuencia de los últimos diluvios casi no había tiempo de restablecerse. Pero ese, hacía mucho que había dejado de ser su problema.
Ahora lo único que le importaba era salvar su propia vida.
En cuestión de minutos comenzó a sentir los primeros picotazos en su espalda.
El cosquilleo de cientos de patitas caminando por sus piernas, subiendo a lo largo de su cuerpo y enredándose en su pelo.
Las nubes rugían y se escuchaban los truenos ensordecedores iluminando el cielo. Comenzó a golpearse intentado despegar de su cuerpo a las hormigas que ya se contaban por cientos, no eran muy grandes, pero una gran cantidad de sus picotazos podían provocarle la muerte al animal más bravo.
Sentía que el suelo comenzaba a temblar, no sabía si era el efecto del veneno que empezaba a hacer estragos en su sangre. Se lanzó al suelo y comenzó a rodar por el lodo, quedando totalmente cubierto de una masa rojiza. Solo le quedaba pasar desapercibido por la marea de hormigas y esperar que despejara el día. No duró mucho.
Poco después, con el cuerpo dolorido por las mordeduras y la tierra húmeda pegada a sus pajas, la tempestad había amainado. Era el momento de continuar.
Buscó con la mirada el morral, lo encontró a escasos metros, desgajado y cubierto de tierra. Estiró el brazo con el propósito de alcanzarlo, solo quería comprobar que su vieja pipa permanecía intacta.
En un último esfuerzo consiguió despegarse del suelo y a duras penas logró llegar a la vereda del camino donde se derrumbó agotado.
El sol estaba descendiendo. El cielo se puso rojo y la luna comenzaba a brillar espléndida.
Colocó el saco bajo su cabeza y llenó la pipa de cigüeña con la poca tierra seca que le quedaba. En el cielo la primera estrella anunciaba la noche.
Empezó a pensar en su hogar. Los campos de maíz de la Tierra Lenguaraz. Hasta donde recordaba, los espantapájaros y las ratas habían vivido en armonía pese a la fama de éstas, ladronas e interesadas por naturaleza.
Con las lluvias abundantes de los últimos años, y en medio del estupor de la escasez, las ratas comenzaron a quebrantar sus acuerdos, adueñándose poco a poco de todas las siembras y relegando a los espantapájaros a vagar día y noche sin descanso espantando a los golondrinos, los cuervos y los remordimientos de conciencia.
Incapaz de soportar tanta injusticia, Gizmo abandonó su tierra del maíz, sabiendo que esa sería probablemente, la última vez que la pisaría.
“Este es nuestro hogar, y aquí moriremos como espantapájaros o como esclavos” Afirmó su abuelo cuando Gizmo intentó disuadir a los suyos sobre los atropellos sufridos.
“Los espantapájaros no somos soldados. Nacimos siendo seres pacíficos y tranquilos, nunca pondríamos en riesgo nuestras vidas ni las de nuestras familias”. La resignación de sus palabras y el tono de su voz aún le provocaban crispación cada vez que lo recordaba.
Ya estaba entrada la noche. El cielo se había plagado de estrellas y a lo lejos, el canto de las liendres nocturnas daba paso a la madrugada.
A través de su raído sombrero se empezaban a colar los primeros rayos de la mañana.
Sentía intensas punzadas de dolor por todo su cuerpo dolorido. El lodo reseco cubría su ropa calándose hasta las ramitas más profundas y convirtiéndose en una masa sólida como el cemento. Casi no podía moverse.
Trató de levantarse, pero sentía que iba a desfallecer. No solo el barro le pesaba y le aprisionaba el pecho, las picaduras de las hormigas aún estaban recientes y le ardían.
No había comido más que una regaliz de trigo en dos días y sentía la garganta seca y dolorida. Aunque los espantapájaros podían resistir semanas sin probar una sola gota de agua, el veneno que aún circulaba por sus venas le secaba el gaznate y le desgarraba la paja a tiras.
Logró ponerse en pié tras varios intentos, la cabeza le daba vueltas y sentía el aire estancado a su alrededor. Comenzó a caminar dando pequeños traspiés por la misma vereda del camino.
A lo lejos, ya se percibía el leve reflejo de la finca donde obtendría buena tierra de pipa y algo de comer y beber. El sendero terminaba en una calle empedrada de varios kilómetros. Al fin había llegado.
Todo estaba tranquilo y silencioso. Se escuchaba el zumbido del sol por la calle desierta.
El lugar parecía abandonado con prisas. Algunos sacos de granos de cebada estaban derramados por el suelo y solo unos pocos barriles de cerveza permanecían intactos. Los vidrios hechos añicos sonaban bajo sus pisadas.
Aún se resentía por las picadas. Tomó un recipiente y lo introdujo en uno de los barriles. Bebió con tanta ansiedad que la mitad del licor se derramó por su blusón. Notaba como el líquido fresco aclaraba su garganta.
Comenzó a sacudir sus vestimentas, una nube de polvo se formó a su alrededor. Agitó su sombrero y se recogió el cabello con un trozo de caucho que sacó de su morral.
El suelo del viejo caserón estaba cubierto de hojas de mazorca. Perplejo comenzó a examinar a su alrededor, no cabía duda, esas hojas solo podían pertenecer a los terrenos del maíz de la tierra lenguaraz, a varias semanas a pié desde la finca de cebada. Ni el viento más fuerte hubiera podido trasladar las hojas a través de los campos.
Solo había una posible explicación “Esas condenadas ratas no tenían suficiente con robarse mi tierra” musitó entre dientes.
Recostado en las escaleras, Gizmo chupaba su pipa en pequeñas bocanadas y escupía las piedritas restantes. Había encontrado algo de tabaco en uno de los sacos de la alacena.
Pensativo sostenía entre sus dedos una de las hojas que había recogido del suelo. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió inquieto.
Hace ya mucho que se juró a si mismo no regresar a Lenguaraz, al menos, hasta que los espantapájaros caminasen de nuevo libres por sus tierras.
Era el momento que sin saberlo había estado esperando estos últimos años. Había llegado la hora. Con suerte, lograría llegar al límite de los campos del maíz, antes de la próxima tormenta de hormigas.
Llenó el morral con algunos víveres para el camino y el resto del tabaco de tierra. Dio un último sorbo a la deliciosa cerveza sabiendo que no la probaría en una larga temporada y tras enfundarse partió en dirección al sol, hacia el sembrado dorado del panizo.
Aunque las mordidas ya se habían convertido en leves rasguños, aún se resentía por el ardor. El sol brillaba con fuerza sobre su mollera. Llevaba varios días caminando, el tiempo acompañaba.
Una oruga patuda le había estado escoltado desde poco después de salir de la finca.
Al principio, la observaba de soslayo con precaución, hasta que se percató de que solo era una criatura tranquila y sin maldad. Nunca había visto una tan de cerca. Tenían la fama de desconfiadas y se ocultaban bien entre las plantas para pasar desapercibidas. Inexplicablemente ésta se sentía atraída por su presencia y se había convertido en una compañera de viaje.
Contaban en su aldea, que las orugas patudas en tiempos remotos fueron bellas hadas que protegían los campos. Eran sagradas e intocables.
Cuentan que un espantapájaros se enamoró de un hada protectora, y la persiguió hasta alcanzarla. Al tocarla, una terrible maldición cayó sobre ellas, convirtiéndolas en orugas con pequeñas patas.
Pasaban los días y poco a poco iban tomando confianza.
Nunca se acercaba demasiado, precavida dejaba entre ambos varios metros de distancia. Gizmo le lanzaba alguna que otra mora rosada cada vez que paraban a descansar.
Recién entraba la tarde, la oruga patuda se paró en seco observando silenciosa con sus pequeños ojos azules al frente vacío. Gizmo extrañado la alentó varias veces para continuar el camino. La oruga, se ocultó tras las plantas volviéndose invisible al instante. Detrás suyo se empezaron a escuchar unos pasos.
Se recostó sobre la tierra intentando ocultarse tras las piedras. Cada vez se escuchaban más próximos, las plantas comenzaron a agitarse de un lado a otro. El jadeo de una respiración que cortaba el aire. “¡Lo tengo!” gritó una voz a los lejos.
Un joven espantapájaros irrumpió en el camino. Al instante, dos ratas grasientas y peludas armadas con lanzas de cuero sólido se abalanzaron sobre él rodeándolo.
El muchacho, con una piedra en la mano miraba amenazante a los repugnantes animales.
“¿Qué pretendes con eso rapaz?” reían entre ellas.
Gizmo salió de su escondite arremetiendo contra la rata más cercana, cayeron al suelo rodando. De la nada, la oruga patuda salió de entre las ramas clavando sus pequeños colmillos afilados en una de sus patas, la rata chilló con un agudo y ensordecedor gruñido hasta que un golpe seco en la cabeza la tendió silenciándola en el suelo.
Gizmo se levantó con el morral con el que había golpeado al animal en la mano. La segunda rata y el joven miraban perplejos el espectáculo, de pronto, el animal comenzó a correr huyendo del desconocido. Gizmo salió tras ella alcanzándola a escasos metros del suceso.
En el fulgor de la pelea, el espantapájaros le arrebató la lanza y se la clavó en el pecho.
Sobre sus manos la sangre tibia comenzaba a brotar espesa y roja.
Pese a los años posteriores de luchas, en los que asesinaría a cientos de ratas y otros seres, ya nunca sería capaz de sacar de su cabeza el mismo instante en que atravesó el cuerpo del roedor ya muerto que sujetaba entre sus manos.
Esa era la primera vez que presenciaba un muerto, era la primera vez que asesinaba. El temor del incidente se convirtió en una sensación de vacío que ya nunca más calmaría.
De su boca caía un hilo de sangre, babas y heces. Con los ojos fijos en Gizmo, su corazón dejó latir, dos ojos negros y redondos que nunca dejarían de atormentarle.
Una mano rozó su hombro, Gizmo se giró sobresaltado con las manos cubiertas de sangre y el rostro desencajado, colocando la puntiaguda lanza frente al cuello del joven espantapájaros que lo miraba aterrado.
“¡Espera!” gritó el muchacho. “Tenemos que irnos de aquí, es cuestión de tiempo que esto se llene se ratas”.
Gizmo seguía paralizado, sujetando con fuerza la lanza. Lentamente comenzó a bajar el arma mientras volvía en sí.
Corrían uno detrás del otro, en silencio.
Consiguieron llegar a la formación de rocas que limitaba la frontera de los campos de cebada con la tierra lenguaraz. Cayeron exhaustos por la carrera.
Gizmo miraba el cielo despejado, tan sólo podía pensar en el mismo instante en que había atravesado el cuerpo del animal con la lanza.
Permanecían en silencio. El joven lo examinaba con interés.
El espantapájaros se incorporó dirigiéndose al chico.
“¿Desde dónde vienes? ¿Por qué te perseguían esas ratas?”
“De la Tierra Lenguaraz señor, esas condenadas estaban robando a una anciana, no podía permitirlo, hacen con nosotros lo que quieren”.
El joven hablaba atropelladamente, exasperado. Gizmo sintió una leve nostalgia al verse reflejado en aquel muchacho que se movía torpemente.
“¿Conoces al viejo Eliseo?” Preguntó Gizmo clavando sus pequeños ojos en él.
Vaciló unos instantes antes de responder, “claro, todos le conocen”.
Gizmo no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa.
“Murió hace pocos meses. Enterramos su cuerpo bajo las primeras plantas de maíz de nuestra tierra, en secreto. Ya no podemos hacer sepultura, ni llorar a nuestros muertos.”
Gizmo escuchó confuso sus palabras.
“¿Lo conocía señor?” Preguntó el joven.
No respondió, su rostro estaba desencajado. Apoyado en la roca Gizmo sintió un cosquilleo frío que recorrió cada una de sus pajas. Sus ojos se oscurecieron.
El silenció envolvió a los espantapájaros.
“¿Cuál es tu nombre?” dijo de pronto, “Olga“respondió ella.
Gizmo la miró sorprendido “¿Una mujer?”
La joven levantó la cabeza con orgullo “¿Le sorprende que una mujer se enfrentara a esas ratas apestosas?”
El espantapájaros sonrió “Si no recuerdo mal fui yo quien te salvó de ellas”.
La muchacha apretó la boca irritada “No he tenido ocasión de agradecértelo”.
“¿Sabes cómo llegar al lago sin ser vistos?” preguntó Gizmo. Ella asintió. Rápidamente se pusieron en camino.
Seguía el cuerpo de la joven que caminaba con pasos rápidos y firmes frente a él. Pensaba en su abuelo, el viejo Eliseo.
La oruga patuda irrumpió de nuevo frente a ellos desapareciendo al instante entre las plantas. Olga gritó sobresaltada. Gizmo tapó su boca con la mano.
“Es una amiga, no te hará daño” susurró en su oído. Se lanzaron al suelo intentando ocultarse entre el maíz. Al instante una rata apareció frente a ellos. Caminaba olfateando a su alrededor. Podían ver sus pezuñas mugrientas y afiladas aferrándose a la tierra. El hedor que desprendía su cuerpo era insoportable. Un gruñido a lo lejos captó de pronto la atención del animal.
Olga se incorporó confundida buscando al gusano patudo que de nuevo se había esfumado sin dejar rastro alguno.
“¿Era, era, una oruga patuda?” balbuceaba sorprendida.
“Es la segunda vez que me salva la vida” afirmó Gizmo colocándose el sombrero.
A lo lejos ya se vislumbraba la pequeña aldea situada en el centro de los campos de la tierra lenguaraz. Las casas bajas, imperceptibles desde lo alto, estaban construidas con los caparazones de las hormigas momificadas que se desprendían tras los diluvios.
La imagen no era tan distinta a como la recordaba, algunas de las siembras estaban destrozadas debido a las tormentas, y en los rostros de los espantapájaros la resignación y el lamento empezaban a hacer estragos.
Pese a las penurias y tormentos sufridos, los habitantes del maíz seguían trabajando y luchando por mantener sus tierras y sus vidas a flote de la mejor manera que sabían hacerlo, pacíficos y persistentes. En contadas ocasiones las ratas aparecían por la aldea.
Conocían bien la naturaleza de sus habitantes, no cabía el temor de ningún tipo de insurrección. Pese a todo, siempre eran buenas las excusas para infundir el miedo en las viviendas, como el recuerdo constante de su desagradable y tortuosa presencia.
Olga condujo a Gizmo hasta la pequeña cabaña de su padre. Los espantapájaros nunca se caracterizaron por tener abundantes pertenencias.
Les gustaba dormir en suelo seco y cálido bañado por un pequeño fuego constante. Se quedó en silencio observando las llamas, recordando a su abuelo y su niñez. Intentando hacer memoria del por qué y el cómo habían llegado sus vidas a esa situación.
Su imagen se había convertido en una maraña de sombras con el reflejo del fuego.
Por la puerta irrumpió un viejo espantapájaros de largas patas y cuerpo fornido. Tras él, Olga intentaba abrirse paso torpemente.
“¿De dónde vienes forastero?” preguntó el robusto espantapájaros.
“Mi nombre es Gizmo, también nací en estas tierras” respondió incorporándose.
“Y que vienes a buscar, aquí ya no hay nada, somos esclavos de esas ratas, aquí sólo queda trabajar para ellas o morir”.
“No vengo a trabajar, y mucho menos a morir. Mi abuelo murió hace poco, me gustaría ver el lugar donde lo enterraron” dijo Gizmo afirmando su voz ronca.
Olga y su padre miraron sorprendidos al extraño forastero que se alzaba frente a ellos.
“Tú eres su nieto” Gizmo asintió sereno. “Siéntate, tenemos mucho de qué hablar”.
El fuego se había consumido casi por completo. Olga entró con más leña para avivar la hoguera. “Tu abuelo, se opondría completamente” alcanzó escuchar.
Gizmo replicó “El ya no está aquí. Sé muy bien lo que Eliseo opinaba al respecto. Su postura no ha consigo darle descanso ni después de muerto”.
El fornido espantapájaros se levantó excitado y comenzó a dar grandes pasos por la sala. Chupaba en silencio su pipa, reflexionando. Olga miraba la escena aturdida.
“Sabes lo que esto significa… arrastrar a nuestro pueblo a una muerte segura” consiguió decir al fin. “Lo sé” Respondió él “Igual estamos cavando día a día nuestra propia tumba sirviendo a estas bellacas. El momento es ahora”.
Olga estaba nerviosa, nunca antes vio a su padre así de inquieto. Sabía que algo grande se avecinaba. El futuro de los oprimidos espantapájaros estaba a punto de cambiar, y ella, estaba siendo partícipe de la decisión más importante. En silencio, ambos espantapájaros se dieron la mano. Al fondo, las sombras llameaban refulgentes sellando el pacto.
En pocos meses lograron convencer a toda la población. Pese al temor de unos pocos, ya nada les quedaba por perder. Sabían que tarde o temprano el mundo de los espantapájaros tal y como lo conocieron sus abuelos, dejaría de existir.
A expensas de las ignorantes y feas ratas, maniobraron la rebelión. Nunca imaginarían que los pacíficos y tolerantes espantapájaros se levantarían en armas contra ellas.
Habían de esperar el próximo diluvio de hormigas, para en medio del caos atacar a sus enemigas.
Durante la espera, los espantapájaros fueron más condescendientes y silenciosos que nunca. Las ratas confiadas, nunca temieron por la posible sublevación.
El día esperado llegó. Se levantaron temprano. El cielo estaba oscuro y a lo lejos, se veían próximas las nubes que llegaban cargadas. Sólo era cuestión de horas.
El aire estaba húmedo y estancado. El calor se pagaba a sus pajas empapándolas en sudor.
Las liendres no cantaban, el silencio era ensordecedor. Gizmo caminó hasta la choza de Moisés. Olga le abrió la puerta antes de que tocara. “Te estábamos esperando” dijo agitada “Pasa”.
Su padre miraba silencioso por la ventana. Sus facciones duras rumiaban algo de tierra masticable. Miró a Gizmo preocupado. “Llegó la hora” Gizmo asintió.
Cogieron las lanzas y otras armas que elaboraron a escondidas los últimos meses. No se veía ninguna rata merodeando los aledaños. Corrieron avisando al resto. Olga trotaba de casa en casa sigilosa “Ya es hora” susurraba. Todos estaban listos.
Olga se colocó detrás de Gizmo y apretando su brazo. Se miraron y entre el miedo perfilaron una sonrisa. Ya no había marcha atrás. La espera se convirtió en una eternidad. Miraron al cielo y sobre ellos, las nubes estaban listas para descargar. Al fin llegó la hora.
Las calles desiertas se fueron llenando de espantapájaros que en manada caminaban silentes adentrándose a los campos.
Allí, esperaban las ratas ajenas a la batalla mientras descansaban refugiadas bajo los árboles. Una de ellas fue la primera en percatarse. A lo lejos una mancha amarilla se abría paso entre las plantas. “¿Qué demonios?” murmuró. Para cuando logró incorporarse los espantapájaros arremetieron contra ellas. El silencio dio paso a un estallido de gritos, gemidos y lamentos.
El tumulto de los cuerpos se mezcló con las primeros goteos de hormigas. La sangre brotaba salpicando los rostros de los valientes espantapájaros. El miedo se convirtió en rabia y recuerdos de años de opresión y explotación del pueblo.
Gizmo parecía poseído, una extraña sensación de vacío le recorría el espíritu e iba poco a poco carcomiendo sus pajas. Las fuerzas se debilitaban con el aumento de la lluvia.
No duró mucho, las ratas sorprendidas fueron aniquiladas con rapidez. Las hormigas destruyeron cada centímetro de campo a su paso. Las cosechas quedaron arrasadas y los suelos ensangrentados estaban pintados de rojo. Entre los espantapájaros sólo unas pocas bajas. Pese a la exitosa victoria el clamor entusiasta no se reflejó en sus rostros. Para todos, era la primera vez que mataban, dejando atrás, años de paz característica en su especie.
En silencio recogieron a sus muertos y los llevaron al pueblo.
Gizmo y el resto, sabían muy bien. No era tiempo de celebración. Esto, sólo era el primer paso de una larga serie de tormentos. Pronto correrían las voces de subversión. Las ratas del norte llegarían en pocas semanas, la paz, aún quedaba demasiado lejana.
Hacía meses que tuvieron su primera reunión alrededor del fuego.
Parecía una eternidad la que llevaban luchando. Pese al éxito en las primeras batallas, muchos yacían heridos y cansados.
Por primera vez en mucho tiempo volvía a recordar las palabras de su abuelo “Los espantapájaros no somos soldados, nacimos siendo seres pacíficos y tranquilos”.
Gizmo jugaba entre sus dedos con la vieja pipa de su abuelo, hacía semanas que no fumaba una buena tierra, sentía la carga de cada una de las bajas sobre su espalda.
Olga se sentó a su lado, en silencio. Miró a Gizmo, parecía que en los últimos meses había envejecido. Sus pajas amarillas, estaban volviéndose cenizas y bajo sus ojos, se empezaban a formar pequeños surcos. Hasta ahora, nunca se había preguntado qué edad tendría.
“Es mejor morir luchando que a latigazos” dijo de pronto.
Gizmo la miró sorprendido.
“Yo no planifiqué esto, quizá siempre estuve equivocado” parecía abatido, se sorprendió a sí mismo ante unas palabras llenas de resignación. No sabe por qué lo dijo. Olga tomó su mano tosca entre sus dedos largos y finos.
“Nos diste la opción de escoger” sonrió clavando sus ojos, y aquella sonrisa calmó de pronto a Gizmo.
El reflejo de la luna irradiaba en su rostro tornando claras sus indisciplinadas pajas. Sintió un repentino deseo de besarla, de abrazarla y llorar como un niño sobre ella. Pasaron la noche en silencio, abrazados, sintiendo sus corazones cerca del otro. Con miedo de pensar en el futuro y evocando el pasado tan lejano que apenas era ya un sutil recuerdo.
El sol empezaba a ponerse. Sus pequeños ojos negros miraban al cielo escudriñando las nubes oscuras y esperando el temido diluvio de hormigas.
Sabía que ese sería el fin del levantamiento. A la cabeza del escuadrón, el pelotón de espantapájaros esperaba las órdenes de su capitán. Había perdido a muchos compañeros en combate, solo unos pocos conservaban la paja bien amarrada y los sombreros en su lugar.
Llevaba tiempo escuchando rumores de un cuantioso ejército de hormigas coloradas creadas por las mismas ratas.
Frente al campo de batalla devastado, exhaustos y con la moral por los suelos, los espantapájaros veían llegar a los lejos el insuperable número de ratas acercándose. A paso firme y tosco, llevaban consigo sus lanzas de cuero afiladas. Llenas de rabia, sus bocas descargaban babas blancas que goteaban sedientas de venganza.
Los espantapájaros permanecían quietos, osados y fuertes, esperaban el encuentro como quien espera la muerte. Sin dar un paso atrás, Gizmo los miró antes de hablar.
“Una vez alguien me dijo, que los espantapájaros eran cobardes. Un día, alguien decidió que los espantapájaros seríamos esclavos de por vida. Tranquilos, indulgentes. Pero yo aquí lo que veo, son seres valientes. Que luchan por su libertad, sus familias y sus tierras. Espantapájaros que prefieren morir luchando que a latigazos. Porque nosotros nacimos de pié, mirando al sol y con los brazos en alto. Y de ese modo nos iremos, como fuimos creados”
Se miraron entre ellos, orgullosos sonreían felices, sin miedo. Gizmo miró a Olga, en primera fila reía gozosa. Una irrisoria multitud de espantapájaros heridos y cansados esperaba paciente la sombra hedionda de roedores que se acercaban.
De pronto, sobre la pequeña colina junto al lago, vieron algo asomarse. Olga estrechó el brazo de Gizmo y le indicó que mirara hacia el montículo.
El espantapájaros no salió de su asombro, cuando vio que se trataba de su vieja y desaparecida amiga.
No venía sola. Tras ella, cientos de orugas patudas cruzaban el agua en dirección a la milicia. No pudo evitar brotar una carcajada.
El pelotón, miraba pasmoso el paisaje de orugas patudas que acudía en su ayuda.
Ahora, a tan sólo unos metros de distancia de las ratas, el destino de los espantapájaros estaba a punto de dar un vuelco que cambiaría por siempre el rumbo de sus vidas.
Listos para enfrentar su presente, nadie hablaría más de los esclavos espantapájaros dedicaos a ahuyentar a los cuervos, los golondrinos y los remordimientos de conciencia. Sino de aquellos valerosos seres de paja que con su ímpetu y su fuerza, lucharon por una idea que quedaba más allá de su razón: La Libertad.


A.Benlloch

martes, 13 de diciembre de 2011


La minería no es desarrollo


Hablo con el corazón en la mano, dejando las ideologías políticas a un lado y las responsabilidades de quienes han empezado esto a otro.
Solo hablo como ciudadana del mundo. Como ser humano que mira a su alrededor y es capaz de ver que ciertas cosas no están bien. Porque no es tan difícil darse cuenta que acabar con la principal fuente de alimento y vida de las personas y de la tierra no es lo más apropiado.
No se trata de izquierdas o derechas, no se trata de poder, de plata o de fama. Se trata de nuestras vidas.
Hace un año tuve la suerte de poder trabajar en Cajamarca, una de las tantas hermosas regiones que tiene el Perú. Sus valles verdes e inmensos, con ríos profundos que recorren sus quebradas abastecen a las comunidades, pueblos y a la misma ciudad de Cajamarca.
En estos viajes conocí cual es la principal preocupación y desasosiego de sus pobladores; la minería. Fue entonces cuando conocí a Yanacocha y por primera vez, cuando vi con mis propios ojos lo que la llamada minería “responsable” le estaba haciendo a esas tierras y a las personas que viven en ellas.
Donde antes reposaba apacible una hermosa laguna llamada Yanacocha (laguna negra) ahora se abre paso un monstruoso tajo abierto que la minera mal llamada con el mismo nombre, reemplazó en busca indiscriminada de oro.
Cuando una camina sobre esta tajada a cielo abierto, el corazón se le oprime y se le hace un nudo. Los cerros cortados pintados de rojo parecen estar sangrando. Y donde antes nacían cientos de manantiales ahora solo quedan montones de piedras y tierra seca.
Pero nada es tan doloroso como ver los ríos. Aquellos que antes fueron generosos y puros, ahora caminan cansados y sucios. Contaminados con mercurio, arsénico, cianuro y otros metales venenosos siguen sus rutas “alimentando” y abasteciendo a poblados enteros.
Yo vi como esos ríos que antaño fueron transparentes y claros , hoy lucen amarillos.
Con esas aguas las personas riegan sus cosechas, con esas aguas mantienen a sus animales, se bañan y cocinan. Con estas aguas, dan de beber a sus hijos y se alimentan.
Yanacocha es solo un ejemplo de lo que las empresas extractivas le están haciendo al Perú. Los minerales, el gas y el petróleo son las riquezas de un país que está condenado a la explotación y al asesinato de pueblos y ecosistemas enteros.
Hace diez años Yanacocha derramó más de 150 kilos de mercurio a lo largo de 40 kilómetros de la carretera que une la ciudad de Cajamarca con Pacasmayo. La población más afectada fue la de Choropampa, un pequeño pueblo inmerso en el corazón de los Andes del Perú, conformado por gente campesina que sobrevive gracias a la agricultura y el pastoreo.


Este es el drama de una población infectada por el vertido del mercurio en la zona (metal que la compañía norte-americana Newmont Mining Corporation y la compañía peruana Buenaventura emplean para purificar el oro que extrae del subsuelo peruano).
La empresa Yanacocha ofreció a los niños algunas monedas a cambio de que recogieran con sus manitas el mercurio derramado, daban escobas a las mujeres y a los hombres de la comunidad para que lo barrieran. Algunas personas desconociendo el peligro que este metal ocasiona a la salud jugaban con el líquido o lo pasaban por su cuerpo.
Una vez adentro del cuerpo humano, el mercurio funciona como una neurotoxina, interfiriendo con el cerebro y el sistema nervioso.
La exposición al mercurio puede ser particularmente peligrosa para las mujeres embarazadas y los niños pequeños. Durante los primeros años de vida el cerebro del niño sigue en desarrollo y absorbe nutrientes rápidamente. La exposición al mercurio antes del nacimiento y durante la infancia puede causar retraso mental, parálisis cerebral, sordera y ceguera. Incluso en dosis pequeñas el mercurio puede afectar el desarrollo del niño, causando déficit de atención y problemas de aprendizaje.
En los adultos, el envenenamiento por mercurio puede afectar adversamente la fertilidad y la regulación de la presión arterial, además de causar pérdida de la memoria, temblores, pérdida de la visión y entumecimiento de los dedos de manos y pies. La exposición al mercurio también podría producir enfermedad cardiaca.
Diez años después la población de Choropampa y algunas aledañas que también fueron afectadas siguen sufriendo los estragos de este elemento y la irresponsabilidad de la minera que impunemente sigue ejerciendo sus labores de explotación, contaminación y asesinatos en la región de Cajamarca.
No voy a entrar en detalles con esto, solo quería mencionarlo porque creo que es importante para comprender la extensa lista de delitos que tiene tras de sí esta compañía, reitero, mal llamada “responsable”.
Ahora la misma minera que ha hecho desaparecer ríos y manantiales, contaminado a poblaciones enteras, amenazado a defensores del medio ambiente, comprado a dirigentes, gobernantes y prensa… quiere llevar a cabo el Proyecto Conga, ubicado en la región de Celendín, Cajamarca. Lo que supondría entre otras cosas, la desaparición y el impacto de más de 800 manantiales, 102 captaciones de agua para consumo humano, 5 quebradas, 6 lagunas, 18 canales de riego.
Unas 65 hectáreas de espejos de aguas y más de 10.000 hectáreas de bofedales que junto a las lagunas, hacen la función de cabeceras de cuenca pues de ellas nacen varios ríos que abastecen a las personas.
No se ustedes pero yo leo esto y me muero de miedo y de rabia.
Este proyecto además supondría la demolición de más de 92.000 toneladas de roca al día por 17 años y por supuesto unas 80.000 toneladas de residuos tóxicos AL DIA.


No voy a entrar tampoco en las incongruencias que ha habido a la hora de elaborar el Estudio de impacto ambiental, las mentiras, los medios comprados, y el abuso por parte del Estado declarando el Estado de Emergencia ante el paro y las manifestaciones pacíficas de cientos de campesinos afectados.
Solo quiero decir que lo que está sucediendo en Cajamarca es algo terrible que todos y todas debemos defender. Apoyar al pueblo de Cajamarca es nuestro deber como seres humanos responsables y conscientes. El agua y la vida están en serio peligro, y ni por el oro ni por ningún otro mineral merece correr este riesgo.
He escuchado millones de veces decir que el Perú tiene una larga tradición de minería y que la minería es buena para el país porque ayuda a la inversión en educación, sanidad, alimentación etc.
Creo que solo hay que ver la situación en la que se encuentra Cajamarca (el tercer departamento mas pobre del Perú), el miedo con el que viven sus habitantes, la impotencia, el descontento… para darse cuenta que la minera no trae progreso alguno.
Además de la cantidad de niños con desnutrición, la situación de la pobre educación del país y de un sistema de salud decadente en zonas rurales.
Para quienes desconozcan este dato, en Perú el canon de minería que supuestamente muchos creen que se invierte en políticas sociales no es así. Ese canon solamente puede invertirse en obras, osea cemento... más claro, en esas horrendas y absurdas piletas de colores que encontramos en todas las plazas o en esos momumentos de piedra espantosos que algunos alcaldes hacen en honor a "su familia", también en carreteras mal construidas o edificios para colegios que carecen de profesores y utensilios escolares para los niños.
El Perú ha sido siempre, desde los pueblos originarios un país que se ha dedicado a la agricultura, Es un país rico en alimentos curativos y nutritivos que solo se encuentran en estas tierras. Sin mencionar el despilfarro de plata por parte de los representantes y el gobierno, plata que podrían invertir en educación, sanidad y alimentación por ejemplo.
Ni el oro, ni el cobre, ni el petróleo… son más valiosos que el agua.
Recomiendo a todas las personas que defienden el proyecto Conga, la minería depredadora, el asalto a la tierra… que vayan a Cajamarca. Muchas veces las palabras están de más cuando las imágenes muestran cual es la verdadera realidad de un país.


A.Benlloch

miércoles, 30 de noviembre de 2011


León de azafrán


León nació en el mes de noviembre, un día de mucho calor. Su mama llegó caminando sobre un burro de azafrán por los angostos caminos del Valle de McMurdo, sobre la Antártida. Nadie sabe cómo llegó ahí, solo se sabe que ahí apareció. Con una barriga tan grande como el universo y gritando a mares por el dolor. Cuando ya no pudo soportarlo más, se echó sobre el pasto caliente y abrió las piernas para empezar a pujar. León venía con ganas de luchar. El burro arremangó su pellejo suave cubierto de pelo amarillo y enjuagó sus pezuñas en un pequeño lago sobre sus cabezas. Tras nueve intentos el pequeño asomó un pie. Su madre gritó tanto que las rocas del valle comenzaron a temblar. Tras el pie apareció una mano, un culito con dos manchas rojas en sus nalgas y al final, después de mucho estirar, salió una cabecita pelada y arrugada sonriendo.
Su mama quedó tan exhausta que su cuerpo se fundió con la tierra y de ella solo quedaron harapos. El niño, amarrado con fuerza a la suave piel del animal lo miró con dos ojos marrones radiantes de felicidad. El burro, que no pudo soportar tanta alegría explotó en millones de Crocus Sativus de color morado con diminutos filamentos de azafrán, y el valle se colmó de hermosas flores amargas.
León tuvo que continuar su camino a pie. Como era solo un bebe, y recién había llegado al mundo debía comer, a lo lejos una muca alimentaba a sus noventa bebés. León se acercó dando traspiés.
La muca conmovida por el insólito y extraño ser arrugado que la miraba con pesar, hizo espacio en su bolsa marsupial. El niño feliz se acercó dando saltitos y haciendo a un lado a sus ahora hermanos peludos adoptivos, se acurrucó en el marsupio calentito y allí, lactó y durmió hasta que completó su desarrollo.
Cuando llegó el momento los pequeños roedores abandonaron la bolsa y salieron gozosos de libertad. Cada uno corrió en direcciones opuestas, sin vuelta atrás. León miró a su madre adoptiva aferrándose con fuerza al costal.
- Aquí me despido pequeño, busca tu lugar .
León siguió su camino, sin mirar atrás.
Llegó a un claro de tierra y árboles bajos, el sol se veía inmenso, naranja y redondo. Aprendió a caminar con la puesta del astro, y entre rugidos de león se hizo fuerte y alto.
Dicen que cuando llega noviembre los campos se cubren de flores moradas, de esas con filamentos de azafrán. Su aroma amargo confunde a los viajeros y los pone a bailar.
Por ahí camina León desnudo, con sus cabellos dorados al sol. Libre y seguro, sin penas ni temor.


A.Benlloch

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Almas revolucionarias

Llegué a Coporaque rodeada de cerros silenciosos y cielos de nubes blandas. Me encontré con Fidela y Anastasia cuando salían de su reunión semanal en el local comunal de Huayhuahuasi. Allí, bajo el frío de la sierra y un sol abrasador hablamos de su experiencia. Cuando mamachas como ellas te hablan, su fuerza te constriñe los sentidos, y es que estas mujeres te contagian su lucha hasta que llegan al corazón.
Fidela es líder de su comunidad, una mujer tenaz cuando habla, perspicaz e ingeniosa. No duda en fijar sus ojos en los míos, como queriendo estudiarme. Me ruborizo imaginando lo que pensará de mi.
Agita sus manos cuando habla, con voz proyectada, sin temor ni verguenza. Viste una pollera de colores con su chompita de lana. Bajo su sombrero de alpaca caen dos trenzas negras y gruesas que se juntan en los extremos, como dos manos entrelazadas.
Sobre su espalda trae colgando una lliclla de colores, donde descansa arropado y calentido su hijo menor.
Parece mucho mayor de lo que es, y es que el trabajo y el clima en las montañas no pasa en vano para nadie, ni para el más fuerte.
Sus marcadas mejillas están tostadas por el astro que en el día no descansa.
Pese a nuestras diferencias la percibo tan cerca que siento un amor inexplicable hacia ella, como si ya la conociera.
En las reuniones hablan de los problemas que afectan a sus comunidades, buscando alternaticvas o soluciones. Solventan los gastos comunales y elaboran juntas futuros proyectos para invertir en sus hogares. Desde mercados artesanales hasta elaboración de queso.
Ahorran su platita y así pueden mandar a sus hijos a estudiar, depositan en ellos los sueños que ellas nunca pudieron alcanzar.
"Ya no dependemos de los hombres" me cuenta Anastasia orgullosa.El machismo en las comunidades sigue siendo imperante.
Chinchero nos recibe con nevados en sus cimas y lagunas en el camino. En la Municipalidad nos espera Cirila, vestida con su ropa típica nos cuenta como llegó a ser regidora.
Empezó como ganadera a asistir a reniones comunales pese a las discrepancias de sus esposo. Llegando a crear un comité de mujeres para fortalecer las capacitaciones en la comunidad.
Con ganas de salir adelante y enriquecerse se convirtió en la presidenta de la Fedeación de Artesanas, luchando por la revalorización de una cultura que estaba estancada.
Cuando la invitaron a participar en política no lo dudó un momento. Aceptó con la idea de escuchar y defender a su pueblo.
Caminó casa por casa con la verdad por delante, sin regalar polos ni gorras, como hacen ahora muchos alcaldes. El pueblo la conoce, es una mujer humilde que siempre trabajó por su gente.
Sus rasgos y su pose me recueran a las ilustraciones de Micaela, y entonces me doy cuenta de que, pese a los años su lucha no cesa, y es que su rostro luchador está en todas estas mujeres, almas revolucionarias que cambiarán la historia de la gente.


A.Benlloch

viernes, 11 de noviembre de 2011


Mamá


Nunca le pregunté a mi madre como habría querido que fuera su vida si hubiera sido diferente a como es ahora. No digo que esté mal, pero uno siempre intenta imaginar como serían las cosas de manera distinta, por ejemplo, si no hubiese tomado una decisión tan sencilla como casarse con mi padre.
Mi madre siempre me cuenta historias de cuando era niña. Nació en una cueva, no como las de las cavernas en el paleolítico. Eran unas casas construidas bajo tierra, como las de los Hobbits, con su puerta de madera y un patio trasero donde guardaban los animales y había un pozo.
Fue la quinta de siete hermanos y la segunda mujer. Dicen que de niña sonreía mucho y que tenía toda la cara "dels Rodamesos", la familia de mi abuelo.
Estudió en un colegio de monjas malvadas, rodeada de mujeres, y aunque siempre fue una buena estudiante nunca pudo empezar la universidad. Mi abuelo, la puso a trabajar desde muy joven en el taller, junto a sus hermanos mayores.
Ella me ha contado alguna vez que le habría gustado estudiar, pero jamás se arrepintió de ponerse a pintar. Trabajar en el taller le dio la oportunidad de pasar más tiempo con su familia y estar con mi abuelo hasta el último día.
Conoció a mi padre en Montanejos, en uno de esos veranos en los que los amigos se convierten en hermanos y los amores te marcan para el resto del año. Dice que lo que le atrajo de él fue su indiferencia. Siempre fue un poco terca, para que negarlo.
A veces me ha contado la historia de un alemán, un joven muy guapo, alto y rubio que se enamoró perdidamente de ella. Dice que por tonta rompíó su foto, pero siempre lo recuerda.
A veces me hablaba de Godella, cuando las calles eran de tierra y los colores eran en blanco y negro o sepia. Cuando de niña bajaba al corral a buscar leche de vaca y regresaba dando vueltas completas a la lata. Cuando pasaba la horchatera con sus burros y por una peseta tenían un vasito de horchata fresca. Cuando una mañana de reyes recibió la misma muñeca que el año anterior pero remendada. Y cuando viajaban a Serra donde cogían enormes cerezas y se tumbaban bajo sol con las panzas llenas.
Mi madre dice que los años le han cambiado el carácter, pero cuando sonríe yo la sigo viendo como en esa foto vieja y arrugada, como una niña traviesa, siempre con algo en la cabeza. A veces cuando no se da cuenta la miro, me sorprende lo fuerte que es, y cuantas cosas ha vivido.
Parece que siempre está pensando en algo, como si los recuerdos dieran vueltas a su alrededor, y aunque es alegre y abierta, uno nunca sabe que tiene en su interior.
Siempre tuvo muchas amigas, aunque pocas de verdad. Y aunque la vida le dio muchos desengaños, siempre se levantó con la cabeza alta y caminó sin pensarlo. Cagándose en todos, como suele decir, "Las personas que de verdad te quieren siempre van a estar ahí".
Nunca le pregunté si cuando se quedó embaraza de mi, me habló alguna vez, o que sintió cuando me vio; gorda calva y llena de sangre. Como el hombre del calabozo, con dos ojos abiertos y redondos.
Me gusta pensar que cuando estaba triste abrazaba su barriga y yo desde dentro le sonreía.
Siempre sentí que mi madre, quiso para mi todo lo que ella no pudo tener. Por eso siempre me animó a luchar por mis sueños, a ser independiente y fuerte. A buscar mi felicidad por encima de todo, sin frenos ni temores.
Yo sólo puedo decir, que me alegra que no eligiera al alemán, si no a mi papa.
Mi madre siempre será mi madre, pero también mi enfermera, mi psicóloga, mi consejera y mi amiga. Nunca le he dicho cuanto la admiro y lo orgullosa que me siento de parecerme a ella.


A.Benlloch

jueves, 22 de septiembre de 2011


Cuatro años...Cuba


Hace ya cuatro años que me fui de Cuba. Y en esos años, la isla a regresado a mi memoria constantemente. Como pasa el tiempo, sin darnos cuenta. Cierras los ojos un instante y cuando los abres de nuevo ya ha pasado un año más.
Recuerdo bien el día que llegué, y el día que me fui. Como si la misma persona pero convertida en una persona diferente hubieran entrado y salido de la isla juntas.
Ese viaje cambió mi vida para siempre, y fue parte de lo que soy ahora.
Recuerdo salir del taxi al llegar a la escuela, era de noche. No se veía más que una selva infinita a lo lejos, un camino de tierra poco iluminado y el edificio de lo que imaginé, serían las aulas.
Había una casita, tenía una pequeña recepción, entré con mi maleta, estaba nerviosa y cansada por el viaje, pero no tenía sueño. Me recibió una señora. Le dije mi nombre y buscó en una listita arrugada. Sin decir palabra comenzó a rebuscar en un cajón, sacó una llave y me la entregó. “Tu habitación” dijo.
Salimos de la casita y la seguí por el camino de tierra. Alejándonos del edificio. Se escuchaba música, pero venía de otro lugar. “Están de fiesta, acá siempre están de fiesta”.
Era un viernes cuando llegué.
El departamento estaba vacío. Me quedé en la primera habitación. Una de las camas ya estaba ocupada, pero no había nadie. Acomodé mis cosas y miré por la ventana. Todo se veía extraño, como cuando llegas por primera vez a un lugar. Recuerdo el cielo, lleno de estrellas. Hacía calor pero la humedad era fría. A lo lejos, por encima de la música se escuchaban las ranas cantando.
Sin darme cuenta me dormí. Esa noche soñé con las ranas. Eran chiquitas y de colores. Se colaban por mi ventana.
Recuerdo la lluvia. A veces llovía, y era tan fuerte que si te pillaba, quedabas totalmente empapada. Duraba muy poco, solo refrescaba, como quien tira un pozal de agua desde el balcón. El sol salía de nuevo para golpear con fuerza, como burlándose de ti.
La primera vez que vi amanecer fue en la parte de atrás de un camión. Esa noche dormí en Bejucal. Un poblado a varias horas de San Antonio, donde estaba la escuela. Era de madrugada. El camión me recogió en la carretera y a dedo me subió en la batea. El carro recogía a más gente por el camino. Aún tenía el alcohol en mi sangre y la música cubana bailando en mis pies. Hice grandes amigos en Bejucal. Buenos músicos y locos soñadores.
El cielo se iluminó de todos los colores. Entre extensas hectáreas de selva y cultivos.
Recuerdo pasar por el detector de metales y verle a él, entre la gente de pie, haciéndose más pequeño. Veía su rostro, entre la tristeza y la nostalgia. Me habló muchas veces de su sueño de viajar, de llevar su música a cualquier lugar del mundo. Yo era quien quería quedarse, el quien quería volar.
El aeropuerto tenía banderas de todos los países colgadas del techo. A mí la que más me gustaba era la cubana. Llevaba una en mi maleta.
Me senté en una silla a esperar que avisaran del vuelo. Empecé a llorar. Tan fuerte que la nariz se me llenó de mocos y me dolió la garganta. En mi mente solo había música cubana, mensajes de lucha y hermosas playas, buenas conversaciones, guayaba, el sonido de los almendrones y calles de colores. Habían sonrisas blancas, libros y películas, noches de amanecida y abrazos llenos de cariño. Había buenos amigos y amor infinito.
Conmigo viajaron la felicidad de Daniel, la sonrisa de Rubén, la fuerza de Mario y el cariño de Migdalia, la bondad de Yoshi y la lucha de Jhon. Conmigo viajaron los amigos de la escuela, de Bejucal y de la Habana. La voz de Noslen y el amor de todos los cubanos que conocí.
Solo me queda decir gracias, por el maravilloso tiempo que pasé allí.


A.Benlloch

lunes, 19 de septiembre de 2011


Caravana en La selva


Con cada caravana es lo mismo. Llenos de nervios y entusiasmo nos embarcamos rumbo a las ciudades y pueblos que durante un mes se convierten en nuestro hogar y nuestra sede de aprendizaje sin precedentes. Pero esta caravana iba a ser diferente.
Por primera vez el departamento de Ucayali nos iba a recibir el mes completo. Trabajando mano a mano con los jóvenes líderes, profesores y alumnos de las comunidades de San Francisco, Nueva Betania, Santa Teresita, Yarina y la Universidad de la UNIA.
Todos saben que la selva es mágica, extraordinaria, donde la naturaleza se manifiesta en millones de formas y sonidos y se convierte en una auténtica aventura recorrer sus caminos, surcar sus ríos y adentrarse en las profundidades de sus bosques.
Un paraíso salvaje que nos enseñó a comprender la sabiduría milenaria, a respetar sus leyendas y en ocasiones a temerlas. Que nos enseñó a emocionarnos con las historias de estos jóvenes apasionados y a enamorarnos de sus maneras de ver la vida y comprenderla.
Nadie dijo que la selva fuera un lugar fácil, y nos dimos cuenta rápido. La segunda semana sufrimos dos bajas importantes. La pasamos entre hospitales, la trocha del camino en mototaxi y las grabaciones bajo un sol tan intenso como agotador.
Cuando en la selva hace calor, hace calor de verdad. El sol te golpea tan fuerte que te arranca el habla. Como si el tiempo se detuviera y el mundo se estancara a tu alrededor.
La manteca de boa y el palo santo nos ayudaron a sanar y espantar a los mosquitos. Aunque de poco sirve el repelente cuando de sangre nueva se trata.
Llegamos a Pucallapa listos para sufrir el calor y no el friaje que nos sorprendió. Los vientos huracanados y los gallinazos volando en bandadas sobre nuestras cabezas, esperando pacientes la la cena. Y un terremoto que agitó la tierra como si fuera de madera.
Pese a todo logramos los objetivos. Salieron cinco hermosos documentales y una fanzine lleno de historias, dibujos y fotos.
La última semana, tras las amanecidas de la edición se proyectaron los documentales con los nervios a flor de piel por el estreno y el duro trabajo realizado en todo el mes.
Fue muy lindo ver la reacción de la gente en las comunidades. Reconocerse a sí mismos, ser conscientes del hermoso lugar de donde vienen, los problemas que les afectan y que también afectan a otros. Nos contagió el orgullo y la satisfacción de los chicos y profesores que vieron culminados todos sus esfuerzos.
Pero como todo, lo que comienza también tiene un final.
Nos despedimos de la Quinta Rosa, la casa que fue nuestro hogar, frente a la laguna de Yarinacocha, de los bufeos mágicos, y los cielos infinitos. Nos despedimos de las ratas que asolaron nuestros techos y del cafetín Gloria´s que ricamente nos alimentó todo el tiempo.
También de todos nuestros amigos, de Warmayllu, de la UNIA, de San Francisco, de Betania, de Yarina y Santa Teresita. Shipibos, Awajunes, Ashaninkas, Quechuas y mestizos.
En ellos, se refleja la riqueza del país increíble donde vivimos.


A.Benlloch

domingo, 11 de septiembre de 2011

Soy inmigrante


Son muchos los motivos por los que uno se convirte en emigrante. Muchas veces es la necesidad lo que nos lleva a alejarnos del lugar que nos vio nacer, mayormente para satisfacer las carencias económicas generadas por la pobreza, el desempleo y otros factores como la precariedad laboral. Pero hay también otros agentes de movilidad que tienen que ver con la búsqueda personal.
La historia de la humanidad ha ido de la mano con los movimientos migratorios. Los procesos de movilidad humana, sus causas, sus impactos y sus consecuencias han generado modificaciones en el equilibrio de todos los países y lugares de destino, tanto económicamente como espiritual y culturalmente.
Entonces, la historia de nuestros pueblos, nuestras ciudades y países está escrita y condicionada por estos flujos migratorios que nos han dado la riqueza cultural y filosófica de la que hoy gozamos como seres humanos.
El rechazo de muchos de estos países a las olas migratorias por lo tanto, no puede dejar de parecerme absurdo, incomprensible y egoísta.
Yo nací en Valencia, una ciudad de España al Este de la península y bañada por el Mediterráneo. Solo unos 400 km nos separan del continente africano y unos 9700 km de Perú, el lugar que en actualidad se ha convertido en mi hogar.
En Valencia, como en cualquier comunidad independientemente de su ubicación, su etnia o sus condiciones, tenemos una cultura que asumimos y reconocemos como propia, un idioma con el que nos comunicamos las 5.111.706 personas que sabemos hablarlo y unas costumbres que aunque poco o de manera diferente se siguen practicando.
La historia de Valencia y de España, tiene sus raíces en las influencias que los diferentes pueblos han dejado en su paso por la península; iberos, celtas, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, visigodos, árabes… Así que no logro comprender, o quizá se me escapa el por qué de los motivos que llevan a algunas personas a rechazar, odiar y criticar la inmigración y la acusan de ser la causante de una pérdida de valores y costumbres que tanto asumimos como propios. Si nuestra propia cultura es un revuelto de lo que fueron millones de seres humanos que pasaron por estas tierras y que hoy, siguen nutriéndola y completándola.
Quizá más bien, lo que somos y quienes somos se lo debemos precisamente a estas personas errantes, gracias a las cuales podemos escribir hoy sobre nuestra historia, sobre como llegamos aquí y a donde vamos.
Hace unos años que llegué a este continente que pese a las dificultades y diferencias siempre me arropó como a una hija. Lo que está claro es que estemos donde estemos, el ser humano siempre va a sentir un poco de recelo cuando algún extranjero llega a su casa. Es comprensible. Después de ver como son preciamente los extranjeros quienes explotan estas tierras, contaminan sus ríos y roban lo que por derecho les pertenece.
Es chocante y maravilloso conocer las diferencias que existen con otros pueblos, pero una de las cosas que más me sorprenden cuando me topo con personas de otras culturas, razas y condiciones, es comprobar la infinita cantidad de similitudes que tenemos.
Al final uno se da cuenta, de que todos tenemos la misma esencia. Somos seres vivos, inteligentes y fascinantes. Alegría, tristeza, rabia, miedo, amor… son emociones y sentimientos que todos, independientemente de donde vengamos, tenemos y compartimos. Por eso nuestras diferencias, solo pueden enriquecernos.
A veces pienso, que crear odios, rencor, desprecio a otros que consideramos “diferentes” a nosotros, es lo que con tanto empeño han logrado inculcarnos los gobiernos, el poder o los medios. Porque como se sabe y se ha demostrado en la historia, la unión del pueblo puede ser demasiado peligrosa.


A.Benlloch

sábado, 3 de septiembre de 2011


Selva


A veces, solo a veces, soy consciente de pronto de lo afortunada que puedo ser. Miro a mi alrededor, tengo la selva infinita frente a mi, hostil y hermosa, eterna, siempre atenta.
Millones de sonidos se despliegan en la noche, como una orquesta de animales que oscilan desde el más agudo al más grave.
Al caer la tarde el cielo se llena de colores. El sol inmenso roza el horizonte mientras se escucha el silbido del astro despidiéndose del día.
El cielo se llena de estrellas, millones de puntitos diminutos custodiando la luna, que como una farola guardiana protege su selva, guiando a los viajeros que en el sueño ayahuasquero andan buscando el camino.
Soy afortunada de poder ver con mis ojos lo que tantos libros me cuentan, y ahora yo siento. Porque la selva la sientes, y una vez te toca ya no logra dejarte.
Afortunada también de poder compartir con otros pueblos sus tradiciones y conocer sus maravillosas historias. De ser partícipe de un extenso y ancestral conocimiento. Sentarme frente a ellos y escuchar sus leyendas, entender sus creencias sobre dioses y seres fantásticos a los que respetar y temer. Porque la selva, igual que te da todo también te lo quita.
Puede ser generosa contigo, o cruel y perversa.
Cuando en la selva hace calor, hace calor de verdad. El sol te golpea tan fuerte que te arranca el habla.
Como si el tiempo se detuviera y el mundo se estancara. Se escucha entre las plantas el zumbido del sol que aporrea el agua.
Sobre nuestras cabezas los gallinazos planean en círculos, pacientes.
Sientes el sudor por tu cuello, hacinandose bajo las rodillas y entre los surcos que forman las arrugas de tu cuerpo.
Ha pasado un año desde la primera vez pero al sentir su olor amargo y espeso el tiempo se detiene, y regreso.
Me siento débil, cansada y enferma. Mi viaje es corto.
¨Eres fuerte¨ me dice, y ahí acaba todo.
Gracias, no tengo más palabras.
Voy a dormir y en la mañana los pájaros cretáseos me despiertan con sonidos acuosos.
Mi viaje ha terminado. Por ahora. Mañana, uno nuevo comienza.


A.Benlloch

jueves, 18 de agosto de 2011


La laguna de las sirenas


Le pedimos a Teo que apague el motor, el peque-peque se detiene en medio de la laguna meciéndose de un lado a otro con ligereza. El balanceo de las ondas hace que la barquita cruja disimuladamente.
Vemos a las garzas caminar por la orilla levantando sus patitas de alambre mientras remueven el fango para dar captura a los desafortunados pescados que quedaron atrapados en el espeso barro. Algunas levantan el vuelo sobre nuestras cabezas, tan cerca que podemos distinguir sus cuellos encorvados y firmes cortando el aire.
Está cayendo la tarde. Del agua plateada salen burbujas que estallan al chocar con la superficie. Teo nos explica que son unos peces que se esconden bajo la tierra y al moverse expulsan el aire en pequeñas burbujas.
Sobre los árboles la luna infinita se asoma, de un amarillo intenso, brillante, la selva me regala el cielo más hermoso que veré nunca.
A lo lejos el puerto llamea, sobre el agua centellean las luces como cohetes fosforescentes. Se escuchan los cantos de los bufeos que salen a despedir el día. Cuando llega la noche se convierten en hermosos hombres. Las jóvenes más bellas de la comunidad son las desventuradas. Engañadas por los peces son llevadas al fondo de la laguna para no regresar nunca. ¨Así nacen las sirenas¨ nos cuenta Teo.
Yo siempre quise ser sirena.
Prende el motor de nuevo y el ronroneo de la máquina me adormece.
Cuando despierto estoy bajo el agua. Bajo mi ombligo nace una cola repleta de escamas.


A.Benlloch

lunes, 1 de agosto de 2011

Mientras duermes


A veces cuando duermes me quedo mirandote, la forma que hacen tus ojos oscuros como una línea recta perfecta poblada de pestañas kilometricas, identicas. La pequeña señal que tienes en la frente, justo donde comienza la ceja. Tus bigotes de gato visionario y tu boca constreñida por el sueño, dos labios recios perfectos, que minutos antes corretearon los mios en medio de la modorra y el calor de la cama. Buscandonos en la oscuridad y enredandonos bajo el peso de las sabanas. Me gustan tus orejas, son blanditas y elásticas.
Te mueves, bajo tus párpados sellados se ocultan dos pupilas negras, en constante agitación fantasiosa, estás soñando. Imágenes visionarias de un mundo lleno de disparates fascinantes, me pregunto si saldré en ese sueño.
Es a veces cuando te miro dormido que empiezo a conocerte de nuevo. Tu pecho se mueve bajo el edredón, respira tranquilo, da un patada y regresa, se acurruca y resopla, como si supieras que alguien está observándote, en silencio.
A ratos hablas, no te entiendo muy bien pero igual te respondo, como un modo de introducirme en tu viaje, me da la risa y aguanto la carcajada sobre la almohada.
Por momentos me eres desconocido, frente a mi se rebela la materia de un ser al que apenas comprendo. Dormido eres totalmente libre, independiente. Imposible de alcanzar. Solo hace dos años que tropezamos, de casualidad. Y ahora duermo a tu lado, velando tus sueños, observando tus rasgos como a los de un extraño.
Llega mi sueño, poco a poco siento como calma mi cuerpo, mis párpados pesados luchan por mantenerse despiertos, frente a mí tu rostro se torna borroso, me acurruco buscando el regazo de la almohada y me convierto en un feto arropado por la cama. Siento una mano que en la oscuridad me busca inquieta, encajamos, como dos piezas perfectas, hechos uno, tu respiración está ahora en mi pecho. Entonces llega, atrás quedaron las dudas y los miedos.


A.Benlloch

domingo, 31 de julio de 2011

Las llaman "empleadas del hogar"


En lima, la gente esta tan acostumbrada a tener empleada del hogar que no es extraño no levantarse de la mesa tras el almuerzo para recogerla y lavar los platos. Hacerte la cama, preparar la comida, limpiar, poner una lavadora…
Tener una chica, cuanto más joven mejor, a veces dos , que limpian, cocinan, obedecen y crían a los hijos, es absolutamente normal. Un punto de encuentro entre la violencia, un acceso restringido a la educación y a poder ejercer su ciudadanía.
Trabajan tantas horas, tantos días a la semana que la posibilidad de relaciones externas al hogar de “acogida” resulta casi ficticia. Pues la casa y los niños necesitan toda la atención posible.
Nunca dejará de sorprenderme que casi toda la gente que conozco y pertenece a una clase social más o menos acomodada, se ha criado con una chica ajena a la familia. A veces incluso con varias. Pasan más años de su infancia con estas mujeres que con su propia familia.
Yo nunca me crié con alguien que no fueran mis padres, mis abuelos o mis tíos… a veces me pregunto como hacían para trabajar y poder cuidarnos a mi hermano y a mi sin que nunca nos faltara lo necesario.
Yo no soy quien para juzgar la forma de criar a lo hijos en cada familia, tampoco critico que esté bien o mal la existencia de las “nanas”, yo recuerdo de que niña, me preguntaba como sería que otra persona cuidara de ti y como en las novelas antiguas imaginaba la presencia de esta persona llena de complicidad, una consejera fiel y cariñosa entre madre y amiga.
Quizá sea la falta de costumbre, pero no logro habituarme a que algunas casas tengan mujeres uniformadas que en ocasiones, no siempre, son tratadas con absoluta frialdad, como entes que se mueven silenciosos por la casa, cabizbajas y misteriosas, dejando tras de si un halo de soledad y melancolía.
Lo que en muchas casas pudientes limeñas exiten son literalmente criadas o sirvientas, como las que alguna vez he leído en novelas o visto en películas de época. Es casi inverosímil que esto siga existiendo pues las características actuales del servicio doméstico aproximan a esta labor al trabajo servil de la época colonial. Pertenecer a grupos discriminados constituía una subordinación a la servidumbre y una virtual disponibilidad de las mujeres destinadas a la esclavitud. Aunque los acontecimientos han logrado cambiar estas formas de servidumbre a lo largo del tiempo, la situaciónde las trabajadoras del hogar en ocasiones no se aleja demasiado de esta realidad.
Tener una mujer que atienda la casa, los niños, que limpie, que cocine, es algo habitual incluso en aquellas que no presumen de riquezas. Algo que se ha convertido en una cuestión cultural más que de necesidad. El trato en muchas de ellas es casi familiar, con respeto y afecto. Una miembro mas de la familia que no cuesta demasiado mantener y que su ausencia supone un vacío difícil de reponer.
Claro que ésta no es la realidad ni mucho menos de todas las familias peruanas.
Entonces… ¿Ser empelada del hogar como lo llaman, supone la posibilidad de un trabajo para ellas o la ampliación de la brecha social entre los que tienen dinero en Perú, y los que no lo tienen?


A.Benlloch