En el desierto no hay estrellas
Hace ya seis años
que viajé al desierto del Sáhara donde conocí a Said Mohamed, no
recuerdo el resto de su nombre. Tenía 16 años y conocía cada una de las
dunas de su desierto. Desde Marruecos hasta la impenetrable frontera
argelina de la que podíamos vislumbrar una pequeñas montañas pintadas a
lo lejos. Al oeste, el Atlántico bañaba de azul profundo las costas
doradas del desierto, donde el atardecer era más silencioso que en
cualquier otro lugar del mundo.
Said me llevó a conocer su
pueblo, oculto entre el color de las montañas de arena. Las casas,
levantadas con la tierra húmeda del desierto, conservaban la frescura
que el astro le robaba a la arena tras la madrugada.
Por
momentos, sentías arder el sol entre la tierra y el cielo, como
bocanadas de fuego que se expandían haciendo temblar el viento.
Said
me habló de La Gran Duna, esa que entre millones de puntas afiladas
naranjas, brotaba como la madre que vigila a todas su crías.
Cuando
respiras, la arena se pega a tu garganta seca y dolorida. Tu cuerpo se
cubre de una fina capa amarilla. El aire siempre corre, con prisas,
espeso y caliente, removiendo la arena y los temores.
Lo que a lo
lejos parecían pequeños montículos de polvo, son en realidad fieras
colosales de arena, la caminata es dura y lenta.
Llegamos a la
falda de la madre duna (Erg). Yo no puedo respirar, pero Said insiste en que
suba. Me toma del brazo y me empuja. Me dejo arrastrar sin fuerzas hasta
la cima, sin aire, con la boca y los ojos cubiertos de tierra.
Tengo sed.
Me
acuerdo de las películas donde el protagonista se pierde en el
desierto, sediento y cansado, viendo espejismos que ahora yo también
veo. Said me dice "la duna es lista, quiere engañarte para que
pierdas el sentido, le gusta atrapar a la gente. Tienes que ser más
lista que ella".
Abro mis ojos y frente a mi, se extiende un
inmenso océano brillante, donde las dunas se tornan olas, simétricas y
ordenadas. El cielo azul e infito se funde con el ocaso, parecen hacer
el amor mientran gritan callados.
Ya no tengo sed, no me importa la arena, ni el dolor.
Said
me mira riendo, con una sonrisa blanca me saca la lengua. caemos
rodando por la arena mientras la duna escucha nuestras carcajadas.
Cuando
llega la noche el desierto se transforma. Los animales que en el día
aguardan silenciosos, emergen con la huida del sol en busca de comida y
calor.
La luna sale con furia, como queriendo opacar al sol. Su viento frígido es eterno y la arena se vuelve fresca e impasible.
Cuando llega la noche las dunas te hablan. Sus voces llegan a ti como leves susurros indescifrables.
Afinas
la mirada en la vasta negrura y ves una sombra. Es un bereber
caminando, pausado, aquellos que recorren el desierto cubiertos de su
afaggou, una lana gruesa que los protege del frío.
Se llaman a si mismos "imazighen" (hombres libres).
"Son fantasmas de la noche" me dicen, no los mires.
Me
tumbo boca arriba para no seguir viendo sombras. Dicen los saharauis
que el desierto no tiene estrellas, que son las almas de sus hermanos
que perdieron en la guerra.
El cielo negro está ahora plagado de ellas.Se ve el universo claro, tan cerca, que casi puedo tocarlo con mis manos.
Me
despido de Said con un abrazo, me ragala un camello tejido con hoja de
palma, yo le doy a cambio mi alforja de cuero que me acompañó en mi
viaje por Marruecos.
A lo lejos, me sonríe con sus dientes
blancos y me casa la lengua. Un nube de polvo formada por el camión que
me lleva desvanece su figura, como la del bereber que vi esa noche, cuando las estrellas, almas saharauis, cuidaban nuestros sueños en la inmensidad del desierto.