martes, 11 de agosto de 2009

Rosa chicle

Se acercan los pasos de una mujer vestida con una blusa de estampados rosas, sostiene sobre su brazo una carpeta en la que apoya una especie de listado mientras golpea un boligrafo repetidas veces contra su mentón. Frunce la boca arrugando los labios con una mueca pensativa. Lleva el pelo cardado y un exagerado maquillaje en su rostro intenta disimular su verdadera edad.
Por unos instantes olvido donde estoy, entonces escucho mi nombre. En silencio, observo las arrugas maquilladas sin mucho éxito en la comisura de sus labios pintados de rosa chicle.De forma desagradable repite mi nombre mientras levanta la ceja, y observo sus diminutos ojos de rata escondidos bajo una densa capa de polvos azules, mirándome "Soy yo" Respondo al fin.
La sigo por el angustioso pasillo hasta una habitación. En el centro, una improvisada camilla con dos perneras hace de clínica clandestina.
Aún espero absurdamente que algún hecho repentino me saque de este lugar.
Sobre un taburete situado en la esquina de la habitación, un jarrón grotesco lleno de flores, intenta darle algo de color a la pieza. Su aroma me repugna. Nunca me gustó el olor de las flores. De niña mi familia, en otra de sus absurdas tradiciones y creencias, me obligaban a asistir cada domingo al cementerio en memoria de los parientes difuntos donde pasábamos las horas frente a una lápida repleta de huesos y cuerpos en descomposición, festín y alimento de gusanos, rezando necedades que nunca llegué a comprender. Que cuadro tan repugnante formábamos.
El olor de las flores flotaba por aquel lugar como el reclamo perfecto de insectos voladores. Así pasé durante años los domingos de mi infancia, mientras otros iban al campo o la playa, yo rezaba a muertos desconocidos ridículas oraciones.
No soporto los cementerios, tampoco las flores.
Siento la completa imposibilidad de poder alterar las cosas.
El miedo de pronto comienza a apoderarse de mi. Sobre los muebles se amontonan algunos botes, algodones y otros instrumentos. En la camilla plegada, una toalla blanca. Frente a mi , una mesa a modo de escritorio de maciza madera oscura separa en dos la habitación. Solo un bote con lápices y un calendario pasado de año con una mala publicidad alteran su espacio.
Observo las paredes blancas vacías, ningún título de medicina o prueba que corrobore la sabiduría o conocimiento de la persona que durante las próximas horas va a tener el control sobre mi cuerpo dormido y vulnerable.
La puerta se abre, un hombre irrumpe torpemente en la sala. Su rostro soporta una sonrisa irónica, que agranda cuando posa sus ojos redondos sobre mí. Su enorme frente despejada de cabello hasta mitad del cráneo brilla sudorosa y roja. Se acerca al escritorio y antes de sentar su flácido trasero en la silla, me tiende una mano a modo de saludo. Me repulsa su tacto caliente y húmedo. Sus deditos pequeños me aprietan sin mucho interés. Siento una repentina repugnancia al imaginar sus manos sudadas palpando mi cuerpo. Dejando mi vagina y mi vientre en manos de ese ser tan desagradable. Empieza a realizar preguntas mientras rellena lo que parece una ficha.
En la intemperie de la ilegalidad, las palabras siempre están de más.
"Necesito sus datos para una próxima vez" Contesta mientras fija de nuevo sus ojos redondos sobre mí, como un intento de ver más allá de mi rostro. Me siento violentada, su mirada, la situación, el miedo.
"No voy a regresar" Mi voz comienza a temblar, no se si por la indignación o las lágrimas que intento desesperadamente aferrar a mis ojos.
El hombre, ladeando un poco la cabeza con una aparente compasión me muestra tras su irónica sonrisa unos dientecillos afilados con los que muerde su labio inferior.
"Todas vuelven. No eres distinta a las demás".
Siento unas ganas terribles de echarme a llorar, de estampar su asquerosa cara sudada contra la mesa y salir de allí corriendo y no parar, hasta que mis piernas exhaustas me lo permitan. Lejos de esta habitación, de mi familia, lejos del repugnante olor de las flores, del miedo y la resignación.
"Si no te gusta búscate a otro, no me hagas perder el tiempo".
Tumbada en la camilla, a la sombra de la ilegalidad me siento azotada por el miedo, la soledad. Humillada por la entrevista, no paran de repetirse en mi memoria las mismas palabras "todas vuelven".
Miedo, soledad, todo gira en torno a mi cabeza... el aroma muerto de las flores es ahora más intenso. El suelo frío bajo mi mejilla, el sabor amargo de la sangre, el miedo, el olor del sudor y el alcohol en su piel, en su ropa. Y de nuevo las palabras “Todas vuelven”.

A. Benlloch

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