martes, 27 de diciembre de 2011



LA REVOLUCIÓN DE LOS ESPANTAPÁJAROS
- La tierra Lenguaraz-



A través de las alas de su sombrero descolorido, Gizmo observaba expectante la silenciosa mañana. Hacía horas que no se escuchaba el canto de las liendres bajo las rocas.
Sentado sobre sus piernas fumaba una pipa de tabaco de tierra que absorbía parcialmente.
“Esta tierra tiene demasiadas piedras” pensó.
Hurgó en sus bolsillos esperando encontrar suficiente oro para comprar tres cuartos de tabaco de buena tierra y un pedazo de lombrices aladas que llevarse al estómago. Solo unas migajas de trigo y un par de monedas salieron de su desgastada faltriquera.
Se incorporó a duras penas sobre sus piernas de paja amarilla y comenzó a caminar buscando el único acceso de lodo que conducía a la finca con la mejor cerveza y tierra de pipa de toda la región, a dos días a pié desde el sembrado de cebada donde había pasado las últimas semanas.
Su única compañía era una vieja pipa de pata de cigüeña que en otros tiempos perteneció a su abuelo y un raído morral colgado a la espalda con algunas provisiones que ya comenzaban a escasear.
El cielo empezaba a oscurecer, a su alrededor tan solo campos y más campos, ni si quiera un árbol donde protegerse de los nubarrones y sus insectos.
De niño recordaba haber visto en muy pocas ocasiones una lluvia de hormigas coloradas como la que presenció la última vez. Después de una tempestad así, muchos terrenos quedaban arrasados, resultaba muy costosa su recuperación y con la frecuencia de los últimos diluvios casi no había tiempo de restablecerse. Pero ese, hacía mucho que había dejado de ser su problema.
Ahora lo único que le importaba era salvar su propia vida.
En cuestión de minutos comenzó a sentir los primeros picotazos en su espalda.
El cosquilleo de cientos de patitas caminando por sus piernas, subiendo a lo largo de su cuerpo y enredándose en su pelo.
Las nubes rugían y se escuchaban los truenos ensordecedores iluminando el cielo. Comenzó a golpearse intentado despegar de su cuerpo a las hormigas que ya se contaban por cientos, no eran muy grandes, pero una gran cantidad de sus picotazos podían provocarle la muerte al animal más bravo.
Sentía que el suelo comenzaba a temblar, no sabía si era el efecto del veneno que empezaba a hacer estragos en su sangre. Se lanzó al suelo y comenzó a rodar por el lodo, quedando totalmente cubierto de una masa rojiza. Solo le quedaba pasar desapercibido por la marea de hormigas y esperar que despejara el día. No duró mucho.
Poco después, con el cuerpo dolorido por las mordeduras y la tierra húmeda pegada a sus pajas, la tempestad había amainado. Era el momento de continuar.
Buscó con la mirada el morral, lo encontró a escasos metros, desgajado y cubierto de tierra. Estiró el brazo con el propósito de alcanzarlo, solo quería comprobar que su vieja pipa permanecía intacta.
En un último esfuerzo consiguió despegarse del suelo y a duras penas logró llegar a la vereda del camino donde se derrumbó agotado.
El sol estaba descendiendo. El cielo se puso rojo y la luna comenzaba a brillar espléndida.
Colocó el saco bajo su cabeza y llenó la pipa de cigüeña con la poca tierra seca que le quedaba. En el cielo la primera estrella anunciaba la noche.
Empezó a pensar en su hogar. Los campos de maíz de la Tierra Lenguaraz. Hasta donde recordaba, los espantapájaros y las ratas habían vivido en armonía pese a la fama de éstas, ladronas e interesadas por naturaleza.
Con las lluvias abundantes de los últimos años, y en medio del estupor de la escasez, las ratas comenzaron a quebrantar sus acuerdos, adueñándose poco a poco de todas las siembras y relegando a los espantapájaros a vagar día y noche sin descanso espantando a los golondrinos, los cuervos y los remordimientos de conciencia.
Incapaz de soportar tanta injusticia, Gizmo abandonó su tierra del maíz, sabiendo que esa sería probablemente, la última vez que la pisaría.
“Este es nuestro hogar, y aquí moriremos como espantapájaros o como esclavos” Afirmó su abuelo cuando Gizmo intentó disuadir a los suyos sobre los atropellos sufridos.
“Los espantapájaros no somos soldados. Nacimos siendo seres pacíficos y tranquilos, nunca pondríamos en riesgo nuestras vidas ni las de nuestras familias”. La resignación de sus palabras y el tono de su voz aún le provocaban crispación cada vez que lo recordaba.
Ya estaba entrada la noche. El cielo se había plagado de estrellas y a lo lejos, el canto de las liendres nocturnas daba paso a la madrugada.
A través de su raído sombrero se empezaban a colar los primeros rayos de la mañana.
Sentía intensas punzadas de dolor por todo su cuerpo dolorido. El lodo reseco cubría su ropa calándose hasta las ramitas más profundas y convirtiéndose en una masa sólida como el cemento. Casi no podía moverse.
Trató de levantarse, pero sentía que iba a desfallecer. No solo el barro le pesaba y le aprisionaba el pecho, las picaduras de las hormigas aún estaban recientes y le ardían.
No había comido más que una regaliz de trigo en dos días y sentía la garganta seca y dolorida. Aunque los espantapájaros podían resistir semanas sin probar una sola gota de agua, el veneno que aún circulaba por sus venas le secaba el gaznate y le desgarraba la paja a tiras.
Logró ponerse en pié tras varios intentos, la cabeza le daba vueltas y sentía el aire estancado a su alrededor. Comenzó a caminar dando pequeños traspiés por la misma vereda del camino.
A lo lejos, ya se percibía el leve reflejo de la finca donde obtendría buena tierra de pipa y algo de comer y beber. El sendero terminaba en una calle empedrada de varios kilómetros. Al fin había llegado.
Todo estaba tranquilo y silencioso. Se escuchaba el zumbido del sol por la calle desierta.
El lugar parecía abandonado con prisas. Algunos sacos de granos de cebada estaban derramados por el suelo y solo unos pocos barriles de cerveza permanecían intactos. Los vidrios hechos añicos sonaban bajo sus pisadas.
Aún se resentía por las picadas. Tomó un recipiente y lo introdujo en uno de los barriles. Bebió con tanta ansiedad que la mitad del licor se derramó por su blusón. Notaba como el líquido fresco aclaraba su garganta.
Comenzó a sacudir sus vestimentas, una nube de polvo se formó a su alrededor. Agitó su sombrero y se recogió el cabello con un trozo de caucho que sacó de su morral.
El suelo del viejo caserón estaba cubierto de hojas de mazorca. Perplejo comenzó a examinar a su alrededor, no cabía duda, esas hojas solo podían pertenecer a los terrenos del maíz de la tierra lenguaraz, a varias semanas a pié desde la finca de cebada. Ni el viento más fuerte hubiera podido trasladar las hojas a través de los campos.
Solo había una posible explicación “Esas condenadas ratas no tenían suficiente con robarse mi tierra” musitó entre dientes.
Recostado en las escaleras, Gizmo chupaba su pipa en pequeñas bocanadas y escupía las piedritas restantes. Había encontrado algo de tabaco en uno de los sacos de la alacena.
Pensativo sostenía entre sus dedos una de las hojas que había recogido del suelo. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió inquieto.
Hace ya mucho que se juró a si mismo no regresar a Lenguaraz, al menos, hasta que los espantapájaros caminasen de nuevo libres por sus tierras.
Era el momento que sin saberlo había estado esperando estos últimos años. Había llegado la hora. Con suerte, lograría llegar al límite de los campos del maíz, antes de la próxima tormenta de hormigas.
Llenó el morral con algunos víveres para el camino y el resto del tabaco de tierra. Dio un último sorbo a la deliciosa cerveza sabiendo que no la probaría en una larga temporada y tras enfundarse partió en dirección al sol, hacia el sembrado dorado del panizo.
Aunque las mordidas ya se habían convertido en leves rasguños, aún se resentía por el ardor. El sol brillaba con fuerza sobre su mollera. Llevaba varios días caminando, el tiempo acompañaba.
Una oruga patuda le había estado escoltado desde poco después de salir de la finca.
Al principio, la observaba de soslayo con precaución, hasta que se percató de que solo era una criatura tranquila y sin maldad. Nunca había visto una tan de cerca. Tenían la fama de desconfiadas y se ocultaban bien entre las plantas para pasar desapercibidas. Inexplicablemente ésta se sentía atraída por su presencia y se había convertido en una compañera de viaje.
Contaban en su aldea, que las orugas patudas en tiempos remotos fueron bellas hadas que protegían los campos. Eran sagradas e intocables.
Cuentan que un espantapájaros se enamoró de un hada protectora, y la persiguió hasta alcanzarla. Al tocarla, una terrible maldición cayó sobre ellas, convirtiéndolas en orugas con pequeñas patas.
Pasaban los días y poco a poco iban tomando confianza.
Nunca se acercaba demasiado, precavida dejaba entre ambos varios metros de distancia. Gizmo le lanzaba alguna que otra mora rosada cada vez que paraban a descansar.
Recién entraba la tarde, la oruga patuda se paró en seco observando silenciosa con sus pequeños ojos azules al frente vacío. Gizmo extrañado la alentó varias veces para continuar el camino. La oruga, se ocultó tras las plantas volviéndose invisible al instante. Detrás suyo se empezaron a escuchar unos pasos.
Se recostó sobre la tierra intentando ocultarse tras las piedras. Cada vez se escuchaban más próximos, las plantas comenzaron a agitarse de un lado a otro. El jadeo de una respiración que cortaba el aire. “¡Lo tengo!” gritó una voz a los lejos.
Un joven espantapájaros irrumpió en el camino. Al instante, dos ratas grasientas y peludas armadas con lanzas de cuero sólido se abalanzaron sobre él rodeándolo.
El muchacho, con una piedra en la mano miraba amenazante a los repugnantes animales.
“¿Qué pretendes con eso rapaz?” reían entre ellas.
Gizmo salió de su escondite arremetiendo contra la rata más cercana, cayeron al suelo rodando. De la nada, la oruga patuda salió de entre las ramas clavando sus pequeños colmillos afilados en una de sus patas, la rata chilló con un agudo y ensordecedor gruñido hasta que un golpe seco en la cabeza la tendió silenciándola en el suelo.
Gizmo se levantó con el morral con el que había golpeado al animal en la mano. La segunda rata y el joven miraban perplejos el espectáculo, de pronto, el animal comenzó a correr huyendo del desconocido. Gizmo salió tras ella alcanzándola a escasos metros del suceso.
En el fulgor de la pelea, el espantapájaros le arrebató la lanza y se la clavó en el pecho.
Sobre sus manos la sangre tibia comenzaba a brotar espesa y roja.
Pese a los años posteriores de luchas, en los que asesinaría a cientos de ratas y otros seres, ya nunca sería capaz de sacar de su cabeza el mismo instante en que atravesó el cuerpo del roedor ya muerto que sujetaba entre sus manos.
Esa era la primera vez que presenciaba un muerto, era la primera vez que asesinaba. El temor del incidente se convirtió en una sensación de vacío que ya nunca más calmaría.
De su boca caía un hilo de sangre, babas y heces. Con los ojos fijos en Gizmo, su corazón dejó latir, dos ojos negros y redondos que nunca dejarían de atormentarle.
Una mano rozó su hombro, Gizmo se giró sobresaltado con las manos cubiertas de sangre y el rostro desencajado, colocando la puntiaguda lanza frente al cuello del joven espantapájaros que lo miraba aterrado.
“¡Espera!” gritó el muchacho. “Tenemos que irnos de aquí, es cuestión de tiempo que esto se llene se ratas”.
Gizmo seguía paralizado, sujetando con fuerza la lanza. Lentamente comenzó a bajar el arma mientras volvía en sí.
Corrían uno detrás del otro, en silencio.
Consiguieron llegar a la formación de rocas que limitaba la frontera de los campos de cebada con la tierra lenguaraz. Cayeron exhaustos por la carrera.
Gizmo miraba el cielo despejado, tan sólo podía pensar en el mismo instante en que había atravesado el cuerpo del animal con la lanza.
Permanecían en silencio. El joven lo examinaba con interés.
El espantapájaros se incorporó dirigiéndose al chico.
“¿Desde dónde vienes? ¿Por qué te perseguían esas ratas?”
“De la Tierra Lenguaraz señor, esas condenadas estaban robando a una anciana, no podía permitirlo, hacen con nosotros lo que quieren”.
El joven hablaba atropelladamente, exasperado. Gizmo sintió una leve nostalgia al verse reflejado en aquel muchacho que se movía torpemente.
“¿Conoces al viejo Eliseo?” Preguntó Gizmo clavando sus pequeños ojos en él.
Vaciló unos instantes antes de responder, “claro, todos le conocen”.
Gizmo no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa.
“Murió hace pocos meses. Enterramos su cuerpo bajo las primeras plantas de maíz de nuestra tierra, en secreto. Ya no podemos hacer sepultura, ni llorar a nuestros muertos.”
Gizmo escuchó confuso sus palabras.
“¿Lo conocía señor?” Preguntó el joven.
No respondió, su rostro estaba desencajado. Apoyado en la roca Gizmo sintió un cosquilleo frío que recorrió cada una de sus pajas. Sus ojos se oscurecieron.
El silenció envolvió a los espantapájaros.
“¿Cuál es tu nombre?” dijo de pronto, “Olga“respondió ella.
Gizmo la miró sorprendido “¿Una mujer?”
La joven levantó la cabeza con orgullo “¿Le sorprende que una mujer se enfrentara a esas ratas apestosas?”
El espantapájaros sonrió “Si no recuerdo mal fui yo quien te salvó de ellas”.
La muchacha apretó la boca irritada “No he tenido ocasión de agradecértelo”.
“¿Sabes cómo llegar al lago sin ser vistos?” preguntó Gizmo. Ella asintió. Rápidamente se pusieron en camino.
Seguía el cuerpo de la joven que caminaba con pasos rápidos y firmes frente a él. Pensaba en su abuelo, el viejo Eliseo.
La oruga patuda irrumpió de nuevo frente a ellos desapareciendo al instante entre las plantas. Olga gritó sobresaltada. Gizmo tapó su boca con la mano.
“Es una amiga, no te hará daño” susurró en su oído. Se lanzaron al suelo intentando ocultarse entre el maíz. Al instante una rata apareció frente a ellos. Caminaba olfateando a su alrededor. Podían ver sus pezuñas mugrientas y afiladas aferrándose a la tierra. El hedor que desprendía su cuerpo era insoportable. Un gruñido a lo lejos captó de pronto la atención del animal.
Olga se incorporó confundida buscando al gusano patudo que de nuevo se había esfumado sin dejar rastro alguno.
“¿Era, era, una oruga patuda?” balbuceaba sorprendida.
“Es la segunda vez que me salva la vida” afirmó Gizmo colocándose el sombrero.
A lo lejos ya se vislumbraba la pequeña aldea situada en el centro de los campos de la tierra lenguaraz. Las casas bajas, imperceptibles desde lo alto, estaban construidas con los caparazones de las hormigas momificadas que se desprendían tras los diluvios.
La imagen no era tan distinta a como la recordaba, algunas de las siembras estaban destrozadas debido a las tormentas, y en los rostros de los espantapájaros la resignación y el lamento empezaban a hacer estragos.
Pese a las penurias y tormentos sufridos, los habitantes del maíz seguían trabajando y luchando por mantener sus tierras y sus vidas a flote de la mejor manera que sabían hacerlo, pacíficos y persistentes. En contadas ocasiones las ratas aparecían por la aldea.
Conocían bien la naturaleza de sus habitantes, no cabía el temor de ningún tipo de insurrección. Pese a todo, siempre eran buenas las excusas para infundir el miedo en las viviendas, como el recuerdo constante de su desagradable y tortuosa presencia.
Olga condujo a Gizmo hasta la pequeña cabaña de su padre. Los espantapájaros nunca se caracterizaron por tener abundantes pertenencias.
Les gustaba dormir en suelo seco y cálido bañado por un pequeño fuego constante. Se quedó en silencio observando las llamas, recordando a su abuelo y su niñez. Intentando hacer memoria del por qué y el cómo habían llegado sus vidas a esa situación.
Su imagen se había convertido en una maraña de sombras con el reflejo del fuego.
Por la puerta irrumpió un viejo espantapájaros de largas patas y cuerpo fornido. Tras él, Olga intentaba abrirse paso torpemente.
“¿De dónde vienes forastero?” preguntó el robusto espantapájaros.
“Mi nombre es Gizmo, también nací en estas tierras” respondió incorporándose.
“Y que vienes a buscar, aquí ya no hay nada, somos esclavos de esas ratas, aquí sólo queda trabajar para ellas o morir”.
“No vengo a trabajar, y mucho menos a morir. Mi abuelo murió hace poco, me gustaría ver el lugar donde lo enterraron” dijo Gizmo afirmando su voz ronca.
Olga y su padre miraron sorprendidos al extraño forastero que se alzaba frente a ellos.
“Tú eres su nieto” Gizmo asintió sereno. “Siéntate, tenemos mucho de qué hablar”.
El fuego se había consumido casi por completo. Olga entró con más leña para avivar la hoguera. “Tu abuelo, se opondría completamente” alcanzó escuchar.
Gizmo replicó “El ya no está aquí. Sé muy bien lo que Eliseo opinaba al respecto. Su postura no ha consigo darle descanso ni después de muerto”.
El fornido espantapájaros se levantó excitado y comenzó a dar grandes pasos por la sala. Chupaba en silencio su pipa, reflexionando. Olga miraba la escena aturdida.
“Sabes lo que esto significa… arrastrar a nuestro pueblo a una muerte segura” consiguió decir al fin. “Lo sé” Respondió él “Igual estamos cavando día a día nuestra propia tumba sirviendo a estas bellacas. El momento es ahora”.
Olga estaba nerviosa, nunca antes vio a su padre así de inquieto. Sabía que algo grande se avecinaba. El futuro de los oprimidos espantapájaros estaba a punto de cambiar, y ella, estaba siendo partícipe de la decisión más importante. En silencio, ambos espantapájaros se dieron la mano. Al fondo, las sombras llameaban refulgentes sellando el pacto.
En pocos meses lograron convencer a toda la población. Pese al temor de unos pocos, ya nada les quedaba por perder. Sabían que tarde o temprano el mundo de los espantapájaros tal y como lo conocieron sus abuelos, dejaría de existir.
A expensas de las ignorantes y feas ratas, maniobraron la rebelión. Nunca imaginarían que los pacíficos y tolerantes espantapájaros se levantarían en armas contra ellas.
Habían de esperar el próximo diluvio de hormigas, para en medio del caos atacar a sus enemigas.
Durante la espera, los espantapájaros fueron más condescendientes y silenciosos que nunca. Las ratas confiadas, nunca temieron por la posible sublevación.
El día esperado llegó. Se levantaron temprano. El cielo estaba oscuro y a lo lejos, se veían próximas las nubes que llegaban cargadas. Sólo era cuestión de horas.
El aire estaba húmedo y estancado. El calor se pagaba a sus pajas empapándolas en sudor.
Las liendres no cantaban, el silencio era ensordecedor. Gizmo caminó hasta la choza de Moisés. Olga le abrió la puerta antes de que tocara. “Te estábamos esperando” dijo agitada “Pasa”.
Su padre miraba silencioso por la ventana. Sus facciones duras rumiaban algo de tierra masticable. Miró a Gizmo preocupado. “Llegó la hora” Gizmo asintió.
Cogieron las lanzas y otras armas que elaboraron a escondidas los últimos meses. No se veía ninguna rata merodeando los aledaños. Corrieron avisando al resto. Olga trotaba de casa en casa sigilosa “Ya es hora” susurraba. Todos estaban listos.
Olga se colocó detrás de Gizmo y apretando su brazo. Se miraron y entre el miedo perfilaron una sonrisa. Ya no había marcha atrás. La espera se convirtió en una eternidad. Miraron al cielo y sobre ellos, las nubes estaban listas para descargar. Al fin llegó la hora.
Las calles desiertas se fueron llenando de espantapájaros que en manada caminaban silentes adentrándose a los campos.
Allí, esperaban las ratas ajenas a la batalla mientras descansaban refugiadas bajo los árboles. Una de ellas fue la primera en percatarse. A lo lejos una mancha amarilla se abría paso entre las plantas. “¿Qué demonios?” murmuró. Para cuando logró incorporarse los espantapájaros arremetieron contra ellas. El silencio dio paso a un estallido de gritos, gemidos y lamentos.
El tumulto de los cuerpos se mezcló con las primeros goteos de hormigas. La sangre brotaba salpicando los rostros de los valientes espantapájaros. El miedo se convirtió en rabia y recuerdos de años de opresión y explotación del pueblo.
Gizmo parecía poseído, una extraña sensación de vacío le recorría el espíritu e iba poco a poco carcomiendo sus pajas. Las fuerzas se debilitaban con el aumento de la lluvia.
No duró mucho, las ratas sorprendidas fueron aniquiladas con rapidez. Las hormigas destruyeron cada centímetro de campo a su paso. Las cosechas quedaron arrasadas y los suelos ensangrentados estaban pintados de rojo. Entre los espantapájaros sólo unas pocas bajas. Pese a la exitosa victoria el clamor entusiasta no se reflejó en sus rostros. Para todos, era la primera vez que mataban, dejando atrás, años de paz característica en su especie.
En silencio recogieron a sus muertos y los llevaron al pueblo.
Gizmo y el resto, sabían muy bien. No era tiempo de celebración. Esto, sólo era el primer paso de una larga serie de tormentos. Pronto correrían las voces de subversión. Las ratas del norte llegarían en pocas semanas, la paz, aún quedaba demasiado lejana.
Hacía meses que tuvieron su primera reunión alrededor del fuego.
Parecía una eternidad la que llevaban luchando. Pese al éxito en las primeras batallas, muchos yacían heridos y cansados.
Por primera vez en mucho tiempo volvía a recordar las palabras de su abuelo “Los espantapájaros no somos soldados, nacimos siendo seres pacíficos y tranquilos”.
Gizmo jugaba entre sus dedos con la vieja pipa de su abuelo, hacía semanas que no fumaba una buena tierra, sentía la carga de cada una de las bajas sobre su espalda.
Olga se sentó a su lado, en silencio. Miró a Gizmo, parecía que en los últimos meses había envejecido. Sus pajas amarillas, estaban volviéndose cenizas y bajo sus ojos, se empezaban a formar pequeños surcos. Hasta ahora, nunca se había preguntado qué edad tendría.
“Es mejor morir luchando que a latigazos” dijo de pronto.
Gizmo la miró sorprendido.
“Yo no planifiqué esto, quizá siempre estuve equivocado” parecía abatido, se sorprendió a sí mismo ante unas palabras llenas de resignación. No sabe por qué lo dijo. Olga tomó su mano tosca entre sus dedos largos y finos.
“Nos diste la opción de escoger” sonrió clavando sus ojos, y aquella sonrisa calmó de pronto a Gizmo.
El reflejo de la luna irradiaba en su rostro tornando claras sus indisciplinadas pajas. Sintió un repentino deseo de besarla, de abrazarla y llorar como un niño sobre ella. Pasaron la noche en silencio, abrazados, sintiendo sus corazones cerca del otro. Con miedo de pensar en el futuro y evocando el pasado tan lejano que apenas era ya un sutil recuerdo.
El sol empezaba a ponerse. Sus pequeños ojos negros miraban al cielo escudriñando las nubes oscuras y esperando el temido diluvio de hormigas.
Sabía que ese sería el fin del levantamiento. A la cabeza del escuadrón, el pelotón de espantapájaros esperaba las órdenes de su capitán. Había perdido a muchos compañeros en combate, solo unos pocos conservaban la paja bien amarrada y los sombreros en su lugar.
Llevaba tiempo escuchando rumores de un cuantioso ejército de hormigas coloradas creadas por las mismas ratas.
Frente al campo de batalla devastado, exhaustos y con la moral por los suelos, los espantapájaros veían llegar a los lejos el insuperable número de ratas acercándose. A paso firme y tosco, llevaban consigo sus lanzas de cuero afiladas. Llenas de rabia, sus bocas descargaban babas blancas que goteaban sedientas de venganza.
Los espantapájaros permanecían quietos, osados y fuertes, esperaban el encuentro como quien espera la muerte. Sin dar un paso atrás, Gizmo los miró antes de hablar.
“Una vez alguien me dijo, que los espantapájaros eran cobardes. Un día, alguien decidió que los espantapájaros seríamos esclavos de por vida. Tranquilos, indulgentes. Pero yo aquí lo que veo, son seres valientes. Que luchan por su libertad, sus familias y sus tierras. Espantapájaros que prefieren morir luchando que a latigazos. Porque nosotros nacimos de pié, mirando al sol y con los brazos en alto. Y de ese modo nos iremos, como fuimos creados”
Se miraron entre ellos, orgullosos sonreían felices, sin miedo. Gizmo miró a Olga, en primera fila reía gozosa. Una irrisoria multitud de espantapájaros heridos y cansados esperaba paciente la sombra hedionda de roedores que se acercaban.
De pronto, sobre la pequeña colina junto al lago, vieron algo asomarse. Olga estrechó el brazo de Gizmo y le indicó que mirara hacia el montículo.
El espantapájaros no salió de su asombro, cuando vio que se trataba de su vieja y desaparecida amiga.
No venía sola. Tras ella, cientos de orugas patudas cruzaban el agua en dirección a la milicia. No pudo evitar brotar una carcajada.
El pelotón, miraba pasmoso el paisaje de orugas patudas que acudía en su ayuda.
Ahora, a tan sólo unos metros de distancia de las ratas, el destino de los espantapájaros estaba a punto de dar un vuelco que cambiaría por siempre el rumbo de sus vidas.
Listos para enfrentar su presente, nadie hablaría más de los esclavos espantapájaros dedicaos a ahuyentar a los cuervos, los golondrinos y los remordimientos de conciencia. Sino de aquellos valerosos seres de paja que con su ímpetu y su fuerza, lucharon por una idea que quedaba más allá de su razón: La Libertad.


A.Benlloch

3 comentarios:

  1. HACE DOS AÑOS ME ENCANTO.... LO TUVE QUE LEER UN PAR DE VECES .... Y ME VOLVIO A ENCANTAR..... AHORA, ALBA ME SIGUE ENCANTANDO..Y ME SIENTO UN POCO MAS ESPANTAPAJAROS. LAS HORMIGAS Y LAS RATAS CADA VEZ ESTAN MAS LEJOS DE MI (SIGUEN AHI, CUAL FANTASMAS RECORDATORIOS), PERO CADA VEZ MAS SILENCIOSOS, HASTA SU MUERTE.
    ALBA ESTE ESCRITO FUE UN COMIENZO.
    UN PRINCIPIO DE UNA SEGURA CARRERA DE FONDO EN LA QUE ESTAS PREPARADA PARA LLEGAR A META (TU META) EN LOS PUESTOS MAS DESTACADOS. AU

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  2. Gracias, eres mi editor personal, y lo sabes. Gracias por tu apoyo infinito y por quererme.

    Te quiero muchísimo...

    Alba.

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