domingo, 26 de julio de 2009



Estaciones

Cada estación tenía su lluvia inconfundible. Durante el verano era prácticamente escasa, y apenas llegaba a regar los tacaños yerbajos que crecían alrededor de las patas de la cama y sobre el escritorio.Era entonces cuando la habitación me daba una pequeña tregua que aprovechaba para que Celeste me cambiara las sábanas por otras secas y recién planchadas, pero los mosquitos ansiosos de sangre y las moscas acaloradas fijaban toda su molesta atención en mí volviéndose insoportables las noches y los días.
Las últimas primaveras había crecido una enredadera que cubría prácticamente todas las paredes. La lluvia era más fresca, y las flores desprendían un fuerte aroma que por momentos se volvía irrespirable a causa del polen. La enredadera creció tanto la última estación, que ejercía como paraguas protector sobre la cama protegiéndome así de la humedad.
El invierno no era tan infame como creí al principio de mudarme. Las primeras gotitas terminaban por convertirse en diminutas esferas heladas, y el viento golpeaba furiosamente las ventanas.
Pero sin duda la estación más irritante era el otoño. Solo hacía unos meses que un huracán azotó la habitación. Los muebles quedaron transformados en astillas y los vidrios de las ventanas volaban por toda la pieza como cuchillos afilados. La lámpara cayó destrozando el colchón y hundiéndolo poco después en un torrente de agua oscura que provocaba olas de varios metros. Pasé más de cinco horas sujeto a una de las patas del camastro que flotaba entre la marea, hasta que Celeste, exaltada por el ruido ensordecedor que salía de mi habitación decidió entrar haciendo caso omiso a mis indicaciones, lo que terminó salvándome la vida.

A.Benlloch

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