domingo, 26 de julio de 2009

Togo

Ibrahim mira distraído como la mosca que revolotea cerca de la carita de su hermana, se posa sobre su nariz y frota sus patitas.
Recuerda que un viejo de la aldea le contó por qué las moscas se rascan las extremidades cada poco tiempo, y es que sus diminutos tentáculos peludos desprenden una substancia que las mantiene pegadas a la superficie de sus víctimas, ya sean un animal, un excremento o la naricita de su hermana. De esta manera, al frotarlas evitan quedarse pegadas por siempre y pueden así, huir con rapidez de cualquier intruso que pretenda deshacerse de ellas.
Hace un calor infernal, y en el ambiente se respira el sudor de las ropas húmedas y las gargantas enfermas.
Su madre, sentada a su lado, tararea una canción en el oído de la niña, que agotada por la espera y el hambre, descansa los ojos sobre el hombro de su madre.
Un viejo sentado frente a él, espanta los insectos con el mugriento pasaporte. Y el ventilador, remueve el pesado aire del ambiente, levantando sin mucho ánimo las esquinas de los panfletos turísticos, expirados y descoloridos que muestran sin convicción, las bondades de un parque nacional absurdo.
Un hombre se deja caer sobre el umbral de la improvisada puerta de entrada al local, mientras apoya su mano sobre la cabeza de un niño endeble con piernas flacuchas y vientre hinchado, que absorbe parcialmente los mocos de su nariz, mientras mira distraído al fondo de la sala.
Se acuerda de su padre a quien hace mucho que vio por última vez.Él tenía cinco años y su hermana tan solo era un bebé. Siente su mano tibia acariciándole el cabello y sus brazos fuertes rodeándole mientras le murmura una vieja oración en Kabiyé.
Son muy pocos los recuerdos que le quedan de él, y con los años, su imagen se torna cada vez más difusa.Sólo mantiene nítida la mirada de sus padres como un grito ahogado en desesperación ante la inminente separación, por la impotencia e incomprensión de un mundo en el que les ha tocado sobrevivir y aceptar con resignación.
Era pequeño, y aunque no comprendía bien por qué su padre tenía que irse a un lugar lejano llamado España, intuía en los ojos de sus padres un “adiós” para siempre.
Tras partir junto con otros hombres de la aldea y alejarse por el camino de tierra en dirección al mar, su madre permaneció quieta, frente a la puerta de la modesta casita, mirando sin apartar la vista un instante, al camino que había soportado los pasos de su hombre, hasta convertirlos en difusas huellas de polvo, que el viento se había encargado de borrar poco a poco. Ahora que la miraba meciendo a su hermana, con los pómulos prominentes y el rostro cansado, no recuerda haber visto una sola lágrima en sus ojos, aunque siempre supo que por dentro lloraba desconsolada.
Hace ya seis años que su padre se marchó en busca de una esperanza de futuro que poder ofrecerle a su familia, y no han tenido noticias suyas desde entonces.
Muchos de los niños que se encontraban en la sala, no pasarían de los 6 ó 7 años debido a la malaria, los folletones que explican su prevención, hacen mejor su papel olvidados dentro del cajón.
Escuchaba historias de pateras hundidas en el océano, de cientos de personas ahogadas en mitad de la noche. Y cuentan que sus gritos y voces se oyen desde lo más profundo de sus entrañas arrastradas por las olas hasta chocar con la arena de las playas. Alguna vez soñó que entre las voces, se diferenciaba la voz grave de su padre gritando su nombre.
Parece que el tiempo en este lugar no corre. Las horas pasan lentamente y el agobio de los cuerpos hace de cada segundo mas inaguantable la espera.
En cuanto solucione los papeles de su pasaporte, se largará de este putrefacto lugar repleto de miseria, enfermedades y violencia.
Prometió que cuidaría de su madre y su hermana, pero quedándose allí solo alargaba mas el sufrimiento de la espera ante lo que ya era inevitable.
Comienza a mirar con resentimiento a su alrededor, todos esos pobres diablos ahí sentados, de pié, amontonados como cerdos en el matadero. Sólo unos pocos, con un leve aliento de esperanza en sus rostros.
Frente a él, la bandera Togolesa se compadece de sí misma, manchada de polvo y de sangre en forma de estrella.
Está seguro de que las cosas van a cambiar, que un mundo lleno de oportunidades le aguarda. ¿Qué podría haber peor que aquel lugar?.
Lo que no sabe, es cuanto echará de menos el aroma del café en los campos abiertos, el sabor de la avena recién horneada o la sensación en sus pies descalzos de la arena cálida bañada por el sol. Las canciones en ewé y kabiyé que su madre les cantaba cuando eran niños… Cuando desde ese centro de detención, mas bien una cárcel de inmigrantes “ilegales”, título impuesto por una sociedad hipócrita, preso de su libertad y con sus sueños y esperanzas enterradas, tan lejos de su hogar, intentará, de pronto, recordar y hacer memoria de que motivos le llevaron a ese lugar.

A.Benlloch

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